La educación digital no es blanco o negro

Un aula vacía

Este inicio de curso ha estado marcado por un debate que no es nuevo, pero que ha tomado más fuerza: la prohibición de los teléfonos móviles y otros dispositivos digitales en las aulas. El departamento de Educación ha dado un paso decidido en este sentido, argumentando que es necesario proteger a niños y jóvenes de riesgos evidentes vinculados al uso de pantallas. Sin embargo, la medida ha polarizado el debate: por un lado, quienes defienden la prohibición total como única garantía de bienestar; por otro, quienes creen que la escuela debe integrar plenamente las tecnologías digitales.

La realidad es que la educación digital no puede reducirse a esa lógica de todo o nada. Cuando hablamos de formar a los niños y adolescentes en el uso de la tecnología, no estamos ante una cuestión de extremos, sino un reto mucho más complejo. En este sentido, la disyuntiva es falsa: la educación digital no es binaria, sino que exige precisión, criterio pedagógico y sensibilidad al contexto. Dicho de otro modo, es necesaria una educación digital quirúrgica.

Es cierto que la prohibición puede ofrecer una sensación de control, pero es un espejismo: sacar el móvil de las aulas sólo traslada el problema fuera de la escuela, donde el acompañamiento es más débil ya menudo carecen de modelos adultos. Continuarán encontrándose con pantallas, redes sociales y aplicaciones diseñadas para captar su atención, pero lo harán sin mediación pedagógica. Al mismo tiempo, la aceptación acrítica de la tecnología tampoco es la solución: integrar dispositivos sin finalidad educativa sólo añade ruido, dispersión y desigualdad. La educación digital no consiste en digitalizar rutinas analógicas ni multiplicar pantallas, sino en incorporarlas cuando realmente aportan valor al aprendizaje.

Hablar de educación digital quirúrgica significa distinguir entre usos educativos y usos indiscriminados. Es muy diferente trabajar un proyecto de robótica o alfabetización mediática con dispositivos guiados por el docente que permitan el acceso libre a un smartphone personal con redes sociales abiertas. También significa reconocer que no todos los contextos escolares son iguales: una escuela de ciudad con alumnado con muchos recursos familiares no tiene las mismas necesidades que un centro en un entorno vulnerable. Por eso, la regulación debe ser flexible y adaptada, construida desde el diálogo entre administración, docentes y familias.

Además, una educación digital quirúrgica exige formación y corresponsabilidad. El profesorado necesita recursos para integrar la tecnología con sentido, y las familias, a menudo desbordadas, deben recibir orientación. Sin este trabajo conjunto, las restricciones son sólo parches que no abordan el fondo del problema. Y si la cuestión es la equidad, todavía hay más motivos para evitar soluciones simplistas: las prohibiciones pueden ampliar la brecha digital, porque los niños de familias con más recursos continuarán accediendo a los dispositivos, mientras que los demás quedarán excluidos. Equidad digital no significa ausencia de tecnología, sino garantizar que todo el mundo tenga oportunidades para desarrollar competencias digitales y mediáticas.

En este sentido, proyectos como mSchools, impulsado en Cataluña, han demostrado que es posible integrar la tecnología en el aula con criterio pedagógico y con impacto real en inclusión, creatividad y desarrollo de competencias. Estas experiencias, reconocidas internacionalmente, muestran que la clave no está en prohibir, sino en ofrecer marcos y recursos que aseguren un uso educativo y equitativo de la tecnología, especialmente en entornos donde el acceso familiar es más limitado. Las políticas públicas, por tanto, deben basarse en evidencias y no sólo en percepciones inmediatas. Los estudios existentes no justifican una prohibición absoluta, sino una regulación contextualizada e inteligente. La comunidad educativa ya ha mostrado experiencias de éxito, y no podemos permitir que queden arrinconadas por mensajes simplificadores.

La educación digital no es un dilema de blanco o negro, sino una apuesta por formar para el mundo real, que es y será digital. Esto requiere regulación ajustada, formación de docentes y familias, equidad y una política educativa tecnológica coherente que no varíe según modos o presiones. La prohibición puede parecer una solución rápida pero es una falsa salida. En definitiva, el reto es educar a niños y jóvenes para convivir con las tecnologías digitales con autonomía y responsabilidad y de forma ética, crítica y saludable.

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