Monasterio de Sant Feliu de Guíxols
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Ha pasado Fin de Año y el año veinticinco ha asomado justo la nariz entre las hojas del calendario. Aquí donde yo vivo, junto al mar, en el Baix Empordà, hemos tenido unos días de sol solito. Y de frío, mañanas y vísperas. Si continúa este tiempo, las mimosas florecerán cuando toca y sus florecillas polvorientas de olor ligero anunciarán una primavera que todos esperamos tranquila y llena de esperanzas, a pesar de la sequía que todavía hace de las suyas, a pesar de las guerras que asolan el mundo, pese a las peleas políticas absurdas de nuestro país. Cuando acabe este año que apenas comienza, habremos quemado un cuarto de siglo.

El 20 de enero, el señor Trump tomará el poder. Jurará, frente al Capitolio de Washington, supongo que sobre una biblia, como es tradición, su cargo. Comenzará su primer mandato, rodeado de millonarios. Será el tercero de un pequeño grupo de psicópatas que gobernarán el mundo: Putin, Netanyahu y él. Veremos qué ocurre, desgraciadamente.

Aquí, iremos haciendo la vivo-vivo, sometidos a Madrid, como hace tantos y tantos años. Nuestro país se irá disgregando poco a poco, nuestra lengua se irá escolando por las cloacas del tanto me hace y acabaremos hablando una lengua calcada del español, y todos tan felices, encogiéndose de hombros, convencidos de que es el nuestro destino, que nada se puede hacer. El pez gordo traga al pequeño, ya se sabe, las lenguas se mueren como nos iremos muriendo todos. Una lagrimita más o menos fácil, y un dolor más o menos profundo.

El día 22 de este enero que apenas comienza, San Vicente (que el sol toca por los torrentes, como decía mi abuela), cumpliré 83 años, que es toda una vida. Al menos habrá sido la mía. Cuando yo nací, Hitler aún ganaba la Segunda Guerra Mundial. Hacía poco que Franco había ganado la suya y comenzaba la represión estremecedora. Una larga y terrible posguerra había empezado a acunarnos y mientras crecíamos íbamos poniendo nuestras esperanzas en el día de la muerte del dictador. Pero deberíamos esperar hasta 1975. Muchos años. Y, de hecho, en el fondo, no ocurrió casi nada. Sus seguidores todavía mandan y disponen. Nos dimos una Constitución (así lo dicen), tuvimos un rey que, al final, resultó ser un aprovechado, ahora tenemos otro que no sabemos cómo acabará y su hija ya se prepara para sucederle. Es la historia, es el destino de este pedazo de tierra que la naturaleza de las gotas frías y del cambio climático se encargarán de ir devastando. Mientras tanto, hombres y mujeres nos esforzamos por ser modernos, por adaptarnos a las innovaciones que nos proponen. Los jóvenes tienen gran facilidad. Ya Pasolini decía hace muchos años que no se trataba de un cambio generacional sino de un cambio antropológico. Pero, ¿tenemos algún derecho a impedir a los jóvenes esa ilusión, que seguramente es falsa, de desarrollo vital? Los jóvenes ya no leen, se queja a la gente. ¿Por qué deberían leer? ¿Qué sacan que les aproveche? Lo único que les mueve es ser famoso, ganar dinero y poder, ser alguien que todo el mundo admire y siga. Hemos hecho un mundo así. ¿Los culparemos a ellos?

Hoy el mar sigue lamiendo la arena de la playa, su azul es intenso, una tramontana imperceptible riza su piel. Al fondo, la Punta de Garbí se recorta en un horizonte tranquilo, sin trampas aparentes. Lejos quedan las guerras, las actuales y las pasadas. La paz que flota en el aire parece tapar todos los horrores del otro extremo del Mediterráneo. Sobre el sablón del paseo, hombres y mujeres pasean a sus perros (ahora lo llaman mascotas). Un lobo, un charco, un par de petanos, un terrier, una esbelta pareja de galgos. El mundo cercano se pierde en una nube de felicidad cotidiana.

Sentado en un banco, cierro los ojos. Veo ruinas de casas, montones de escombros donde había hospitales y escuelas. Siento el miedo que se esparce por mis venas, la incertidumbre de la muerte que administra cualquier funcionario de cualquier ejército, que recibe órdenes. La cadena del horror. Veo criaturas de ojos asustados, que lloran y que nadie consuela. Veo mujeres agarradas a un bulto blanco con formas humanas. Manchado de sangre, derramada para nada. Veo bulldozers arrancando olivos. Política de desertización, dicen. Veo a gente que huye, que no sabe adónde va. Que no va a ninguna parte, porque ya no hay sitio.

Abro los ojos, claro, vuelvo a la paz desesmada de este mediodía de los perros que pasean con sus dueños junto al mar. Vuelvo a mi incertidumbre. Pasa un muchacho negro apuesto con una chica blanca y un niño mezclado. Parecen felices. ¿Una señal de esperanza?

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