Los debates parlamentarios sobre el apagón hicieron recordar las diferencias clásicas entre la política catalana y la española. En otros tiempos, se daba por hecho que la política catalana tendía a ser más fría, más racional, también más cuerda, mientras que de la española se esperaba que fuera más polarizada y visceral. El pasado martes Salvador Illa se enfrentaba a un pleno difícil, pero es cierto que encontró una oposición que, pese a no ahorrar críticas, hacía propuestas –aunque se formularan en un tono más o menos duro– y mantenía un espíritu constructivo. En el Congreso de los Diputados, en cambio, se produjo una nueva sesión de demolición del gobierno con cargo al bloque de la derecha nacionalista española. Desde el primer día del apagón, ya se vio que PP y Vox utilizarían la nueva calamidad de aires distópicos para arremeter sin contemplaciones contra Pedro Sánchez, un presidente en torno al que la derecha española ha construido un muro de energía sentimental. A Pedro Sánchez no se limitan a desgastarle, también le odian: algunos sólo lo hacen ver, pero muchos han llegado a odiarle en serio. Lo odian tanto, o más, que si fuera comunista, o independentista catalán. Es una forma sentimental de plantear la política, y seguramente éste es el motivo de su fracaso. La tirria contra Sánchez es un combustible pobre que quema bien a los aquelarres de la derecha dura, pero impide, por ejemplo, que el PNV pueda plantearse aunar esfuerzos con el PP en nada. Lo repitió esta misma semana Aitor Esteban, flamante presidente del partido de la derecha vasca: "Mientras Vox forme parte de la ecuación, nosotros ni lo vamos a explorar". Que es una manera de decir que no piensan unirse a la política sentimental de la derecha española, en la que Vox hace el papel de atizar al máximo el calor del sentimiento. Pero el PP también juega a fondo. Odio, odio y más odio.
A Junts le gusta jugar con la ambigüedad y mantenerse fuera del frontismo español, y le hace gracia desempeñar un poco el papel de la derecha disruptiva, pero también sabe que no puede sumar con el sentimentalismo del PP y Vox sin dañar. Las efusiones sentimentales, los partidos catalanes en el Congreso se las reservan y dedican entre ellos, de tal modo que, mientras Junqueras y Puigdemont escenifican muy de vez en cuando gestos de buena voluntad, Rufián, Nogueras y Cruset escenifican la fobia mutua en la que ha naufragado el capital político del 1-O.
La supuesta disyuntiva entre nucleares y renovables es falsa tal y como la plantean el PP y Vox, y técnicamente absurda. Sí es ideológica, pero no en el sentido de que los peperos cargan la palabra ideológico, como si la ideología fuese la peste, sino como nueva metáfora del odio guerracivilista que los herederos de los vencedores de la guerra no se cansan de promover, porque los alimenta. Acusan a sus adversarios de fanatismo, solo por excitar a los miles, quizás millones de fanáticos que encuentran una razón de estar en sus vidas en el odiar a los enemigos de España.