El Espanyol y la Sala Beckett: miserias del fútbol (y de la cultura)
Soy (y seré) mucho de Beckett y soy (y seré) mucho del Espanyol. Sin querer parecer pretencioso, es posible que sea el más perico de los de la Beckett y el más beckettiano (la sala) de los del Espanyol. Por eso, y porque pienso que no tiene demasiada importancia, habría preferido que no se hubiera producido la polémica de este fin de semana. Por eso me he mantenido públicamente al margen.
Toni Casares tiene razón: ya es triste que cuando más se ha hablado de Sala Beckett en nuestros medios haya sido por un conflicto con los aficionados de un club de fútbol. Precisamente un club de fútbol, el tema que tanto espacio ocupa en televisión, radio y prensa en detrimento de otros tan importantes como la cultura. Si por mí fuera, querido Toni, reduciría la presencia mediática del fútbol a la mínima expresión. Pero también te diré que con el espacio mediático que ocupa el club con el que se ha peleado, los de la cultura no haríamos nada: seguiríamos tan escondidos como ahora.
No descubro nada si digo que en el fútbol (y en el Espanyol) hay indeseables que hacen de la violencia verbal y física su lenguaje. Nadie con una mínima decencia puede aceptar ni defender que se amenace ni se linche a ninguna persona. Ni en la vida "real" ni en las redes. Lo he sufrido y es muy desagradable. Por muy anónimos que sean y por mucho que te ataquen sin motivo ni criterio, duelen. Me duele y condeno los insultos y amenazas que han recibido los profesionales de la sala y de la compañía por parte de algunos pericos enojados.
La libertad de creación y expresión son valores (casi) absolutos. Y hacer referencia a un futbolista del Espanyol como violador en una obra de teatro entra –sólo faltaría– en ese espacio de libertad. Esto no es óbice para que a alguien le sepa grave y se enfade. No es mi caso. Pero el derecho a decir –de forma educada y pacífica– que una obra artística (o un artículo como éste) te ha ofendido, también forma parte de la libertad de expresión. No es ausencia de cultura democrática. Todo lo contrario: es entrar en un diálogo democrático en el que nada (ni un club de fútbol, ni una obra de arte) es sagrado.
Cabe recordar que el futbolista (anecdótico) de la obra original era de un equipo (el QPR) que reunía dos características: había tenido casos de futbolistas violadores entre sus filas y jugaba en Segunda División. Si se quería adaptar la obra a la realidad catalana, ningún club respondía a este perfil. Había que elegir: o un equipo de Primera con un jugador acusado de violación o un equipo de Segunda sin ningún caso de violación (ni otros delitos sexuales). En uso de su libertad de creación, las adaptadoras de la obra prefirieron quedarse con la que, para mí, es la característica menos importante. Pero es sólo una opinión: la adaptación es suya y tienen todo el derecho.
En su comunicado, Beckett nos recuerda que el teatro es FICCIÓN y, por tanto, NO ES NUNCA VERDAD (las mayúsculas son suyas). Lo hace desde una superioridad moral que, como profesional de la cultura, me preocupa. Una superioridad que sumada a otro de nuestros defectos –el corporativismo– deja a los aficionados al fútbol (pericos o no pericos, entiendo) como indigentes intelectuales. Este martes, por cierto, en otra sala de la ciudad, la Heartbreak, estrenan una obra de un gran aficionado al fútbol: Pier Paolo Pasolini. En el comunicado –que entiendo que se hizo en caliente y con indignación– se nos recuerda que para distinguirlo sólo es necesario “un pequeño esfuerzo intelectual”. He intentado hacerlo. Y estoy de acuerdo en que en la sociedad actual tenemos –entre otros muchos– dos problemas: los ofendidos permanentes y la literalidad.
Sobre los ofendidos, es necesario ser coherente. O aceptamos todas las ofensas o no aceptamos ninguna. Más allá del fútbol, que, por último, no tiene ninguna importancia. ¿Qué dirían los comunes si la anécdota fuera de un concejal de su partido? ¿Qué dirían los independentistas si fuera una producción madrileña con un violador independentista? Quizás a algunos les sabría mal. Para mí, el valor de la obra y la libertad de creación están por encima de la sensibilidad de los ofendidos. Pero siempre. También cuando los ofendidos somos nosotros, son mayoría o poderosos. Especialmente en este caso. Porque el arte, creo, debe ser transgresor y apuntar hacia arriba.
No podemos recibir textos desde la literalidad. El teatro es representación y, por tanto, nunca es la “realidad” (incluso si es literatura del yo o de denuncia como es el caso). Pero, muy importante, no me diga –amigos de Beckett– que el arte no es verdad. Porque si no encontramos verdad en el arte, ¿dónde encontramos?