Niños realizando un exàmen en la escuela.
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El amigo (y antiguo alumno) Antoni Bassas ya lo comentó el mismo día que se publicaba la noticia. Pero después de toda una vida dedicada a la docencia, comprenderán que me resulte difícil no opinar ante la última ocurrencia de nuestra pedagogía gubernamental: este borrador de decreto que circula por el departamento de Educación, en virtud del cual a los alumnos de primaria que no hayan demostrado los conocimientos mínimos requeridos al final de cada ciclo –vaya, que no hayan aprobado– se les calificará como “en proceso de logro”. Se ve que tanto el dramático y reaccionario “suspenso” como aquello de “necesita mejorar” resultaban demasiado conminatorio, demasiado duro, demasiado exigente. En cambio, si te dicen que estás “en proceso de logro”, solo te tienes que dejar llevar por el mencionado proceso, como quien flota sobre la corriente de un río, y alcanzarás el logro de una manera natural, sin forzar la máquina ni zozobras de ningún tipo...

Ciertamente, el problema no es de ahora, ni se circunscribe a la primaria, ni al conjunto de la enseñanza obligatoria. Ya hace un puñado de años que algunos colegas de otra universidad pública catalana me explicaron cómo, en una reunión con pedagogos y especialistas en didáctica, estos les habían recomendado que, a la hora de corregir exámenes u otras pruebas escritas, no utilizaran tinta roja para subrayar los errores, los disparates o las carencias de cada ejercicio; que lo hicieran con colores más amables, para no traumatitzar a los estudiantes cuando acudieran a conocer cómo y por qué habían sido calificados.

Para suerte mía, la recomendación de suprimir el rojo del arsenal cromático del corrector no me ha llegado nunca de forma directa. En la universidad, la evaluación se hace todavía (¡toquemos madera!) con notas numéricas del 0 al 10, que después se traducen en sobresalientes (con matrícula de honor o sin ella), notables, aprobados y suspensos. Estoy contento de ello, y procuro utilizar toda la escalera de calificaciones posibles, porque creo que cada una de ellas tiene un significado preciso y transmite al estudiante una información diferente sobre el nivel de sus conocimientos en aquella asignatura y qué le hará que hacer para superarla.

Por ejemplo, hay compañeros que cuando tienen que suspender a alguien, y sea cual sea el nivel de conocimiento o de ignorancia que el estudiante haya mostrado, le ponen un 3 o, preferentemente, un 4, que les parece una manera de suavizar, de endulzar la mala noticia. Lo respeto, pero no estoy de acuerdo. Creo que un 4 indica al alumno que le falta un pequeño esfuerzo adicional para lograr la suficiencia en la materia. Si le pones un 4 a alguien que en realidad merece un 0 o un 1 (porque ha acudido a examinarse como quien compra un número de la rifa...), lo estás engañando y le estás creando falsas expectativas: que si, en el próximo intento, tiene algo más de suerte con las preguntas, aprobará; que no le hace falta ponerse seriamente a estudiar. Cuando todavía había dos convocatorias por curso vi decenas de casos de chicas y chicos que, habiendo tenido un suspenso clamoroso en junio, captaban el mensaje y, en septiembre, obtenían un 8 o un 9.

No, no estoy defendiendo que “la letra con sangre entra”, ni creo que haya que foguear a los estudiantes, del nivel que sean, como si tuvieran que servir en la Legión Extranjera. Pero estoy en contra del desprecio de la memoria como instrumento de aprendizaje, y del ablandamiento sistemático de los niveles de exigencia; creo que habría que infundir a escolares y estudiantes –me excuso si les parece tópico– una inequívoca cultura del rigor y del esfuerzo; y pienso que sería muy útil hacerles entender que a lo largo de la vida, ante las contrariedades, los obstáculos, los fracasos... o las pandemias, haber recibido una educación de algodón puede conducir fácilmente a las depresiones u otros problemas de salud mental.

Ya hace algunos cursos, después de haberle comunicado a un estudiante de primero, de 18 años, que había suspendido el examen de recuperación y que, por lo tanto, tendría que repetir la asignatura, su reacción fue tan airada –no discutiendo la nota, sino despreciando la materia y el profesor– que lo tuve que echar del despacho. El curso pasado, cuando llevábamos media hora realizando el examen final de una asignatura de segundo, apareció un alumno que, sin ninguna justificación por su retraso, pretendía incorporarse a la prueba y que, al negarme, marchó profiriendo improperios.

A pesar de tratarse de mínimas servidumbres del oficio, los dos incidentes me hicieron reflexionar. En el primer caso, es muy probable que mi suspenso fuera el primer no innegociable y categórico que aquel chico recibía en su vida, y, falto de experiencia sobre cómo gestionarlo, respondió encolerizado. En el segundo episodio, es posible que nunca antes nadie le hubiera explicado a su protagonista que en la vida hay ocasiones (un examen, una cita médica, una entrevista de trabajo, el trabajo...) en las que es imprescindible la puntualidad. Antiguamente, a recoger los contratiempos y a ser puntual te enseñaban en casa...

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