La neerlandesa Annemiek van Vleuten pensó que había ganado el oro en la prueba de ciclismo en ruta cuando cruzó la meta. Poco después supo que su medalla no era la de oro sino la de plata. La austríaca Anna Kiesenhofer fue la primera, y rompió todas las expectativas. ¿Pero no tenía bastantes motivos para celebrar un triunfo Annemiek van Vleuten? En un mundo paralelo, llegar es la meta. En este, el importante es ser la primera. Van Vleuten pensó que lo era durante unos instantes. Esto la debía de hacer sentir muy bien. Tanto como mal le debió hacer sentir la noticia que conoció después. Ella era una de las favoritas para ganar aquella carrera. Kiesenhofer, en cambio, iba mucho más ligera de equipaje, aunque sus propias expectativas fueran altas. Si no, ¿para qué vas a unas Olimpiadas a la otra punta del mundo? La norteamericana Simone Biles ha decidido escucharse y priorizarse a ella misma y no lo que el mundo espera de ella. La ansiedad no la ha vencido, la ha alertado. La mayoría de nosotros no nos la podemos ni imaginar la presión con la que vive, pero podemos empatizar mucho con la sensación de tener que responder a las expectativas que los otros ponen sobre nosotros, a las que nos ponemos nosotros sobre nosotros mismos y a lo que esperamos de una vida que no está nunca del todo escrita. Saber parar también es una victoria. Pero por eso no te dan medallas. En el mejor de los casos, te compadecen. “Hay que proteger nuestro cuerpo y nuestra mente, en lugar de hacer siempre lo que los otros quieren que hagas”, ha dicho Biles. Esta frase nos la tendríamos que enmarcar en algún lugar del cuerpo y de la mente, el menos discreto posible. No porque sea nueva ni especialmente brillante. Sencillamente porque es necesario que lo recordamos si queremos vivir mejor.
Este verano no nos pensábamos que sería como el que estamos viviendo. La mayoría de nosotros lo habíamos pintado de otros colores. Este fue el error, pintarlo antes de tiempo, una costumbre que tenemos muy arraigada y que confundimos a menudo con construir el futuro, como si no tuviéramos que remendar tantas veces el presente. También ha quedado en otros tonos, más grises, el paisaje que nos habíamos hecho después de que nos pusieran las vacunas y la imagen del regreso a la normalidad imprescindible, la que nos devolvía la compañía de las amistades sin precauciones anímicas ni sanitarias. Después de tantos meses de pandemia todavía tenemos que rescatarnos a nosotros mismos de afanes poco realistas por lo que generan de frustración. No es ir en contra de los anhelos, en absoluto. El deseo y las aspiraciones tienen que poder convivir sin estas expectativas que pesan como este verano de incendios y de contagios. No tenemos que esperar a ser las primeras sino a llegar todas juntas. Demasiadas veces, para estar mejor, tenemos que desaprender y deshacer un camino muy largo. Da vértigo pero marea mucho más esta competición que nos han impuesto de nacimiento. Demasiadas veces, lo que se espera de nosotros, nosotros no lo esperamos.
“La insensibilidad puede ser preciosa”, escribe Kae Tempest en Conexión. “Puede ser necesaria. Nos hace falta equilibrio. Cuando la vida tiende demasiado a la desconexión o a la conexión, es un proceso agotador, intentar reanimar el avatar o replantar aquello trasplantado”. Es verano y es el momento de insensibilizarse para recuperar el equilibrio. A algunos les conviene justamente lo contrario. Pero ya no pongo expectativas. Ni nombres. Eso sí, continúo teniendo la esperanza que se impongan las miradas limpias y las generosas. Que no sea así no me frustra lo bastante como para dejar de buscarlas. Y os juro que todavía no estoy insensibilizada. Buen verano.