El futuro de las prisiones

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Dos personas trabajando en el huerto de la cárcel de Lledoners.

Contrariamente a lo que muchas veces se piensa, las cárceles son unas instituciones relativamente modernas. Al principio sólo cumplían la función de segregar y custodiar a los presos hasta que se ejecutaran otras penas, como las torturas físicas o la pena de muerte.

El llamado correccionalismo surgió a mediados del siglo XIX y, como su nombre indica, pretendía corregir al delincuente. Por eso se hicieron famosas en Europa las “casas de corrección”. Después de la Segunda Guerra Mundial surge con fuerza la idea de resocialización, concepto que se plasma en casi todas las legislaciones. Con bastantes años de retraso llega a España a la Constitución de 1978.

Pero el debate sigue abierto y llena bibliotecas enteras: ¿para qué sirve la cárcel? ¿Es un sitio de castigo o de reinserción? ¿Qué debe prevalecer, la seguridad o los principios resocializadores? Quizás en teoría podemos llegar a alguna conclusión, pero la práctica lo hace muy difícil.

El lamentable caso de Núria López, que trabajaba en la cocina, asesinada en la cárcel de Mas de Enric de Tarragona por un recluso que cumplía una pena por homicidio, ha encendido todas las alarmas. Todo el mundo tiene derecho a la seguridad en el trabajo, y las prisiones no pueden ser una excepción, ni para los trabajadores ni para los internos. Quiero expresar ante todo el dolor profundo que me provoca que un hecho tan grave como éste se haya producido.

Una vez conocida la situación, la demanda de los trabajadores penitenciarios de mayor seguridad parece razonable, pero su protesta nunca puede ir en detrimento de los derechos de los internos. El problema, como suele ocurrir, es que estas reivindicaciones esconden una cuestión más grave.

Hace cuarenta años Cataluña asumió las competencias en materia penitenciaria, siendo durante mucho tiempo la única comunidad autónoma que las tuvo. Poco a poco fue construyendo un modelo propio. Recuerdo bien los inicios, los motines en la Modelo, las revueltas en las prisiones de jóvenes con el director más joven de España, Santiago Redondo, que ha sido posteriormente un profesor de referencia. A veces íbamos por las noches en solidaridad con la institución. A menudo decíamos que teníamos una ley penitenciaria inspirada en el modelo sueco y una realidad de las prisiones puramente mediterránea. Pero poco a poco fuimos conociendo a otros modelos. A través del centro de estudios, trajimos a muchas personas que nos explicaron otras realidades y otras formas de concebir la cárcel.

A mí me impactó especialmente la llamada teoría de la normalización, que venía a decir que cuanto más normal fuera la vida en prisión, más éxito alcanzaría la resocialización. En otras palabras, que la vida en el interior debía parecerse lo máximo posible a la vida del exterior. Por eso era tan importante el trabajo, la educación, las relaciones y, en la medida de lo posible, la participación de la comunidad. La actividad con los internos debía estar dirigida no a “hacer un buen preso”, sino a hacer un buen ciudadano que pudiera vivir en libertad.

Esta idea permitía además superar algún conflicto ideológico sobre la resocialización, al tiempo que suponía la participación de todos los profesionales en el ámbito del tratamiento. Recuerdo contar con orgullo en alguna conferencia europea que los funcionarios de vigilancia, que en otros países sólo cumplían funciones de seguridad, en Catalunya se implicaban en la reinserción.

A lo largo de mi vida he visitado muchas prisiones: de Siberia a Guatemala o de Helsinki a México pasando por California. Y la experiencia demuestra que las prisiones más seguras no son precisamente las que tienen los regímenes más duros y severos, sino todo lo contrario. También siempre digo que las cárceles son la mejor forma de conocer un país, porque los defectos y las virtudes del lugar se reflejan siempre en la vida de las cárceles. Eso sí, elevado al cubo.

Pero no debemos engañarnos, el equilibrio es difícil. A lo largo de todos estos años se ha ido construyendo también un sistema alternativo de cumplimiento de penas que casi nadie ha mencionado. Hoy, en Catalunya, hay 8.178 internos en prisión y 7.600 personas cumpliendo medidas penales alternativas. Es decir, la cárcel ya no es la única manera de responder al delito, sino que la mitad de las condenas se cumplen en la comunidad, algo verdaderamente impensable hace tan sólo algunos años y que tiene una importancia extraordinaria en el modo de concebir las penas y su verdadera eficacia. Así, si con un derecho penal menos punitivo conseguimos incluso mejores resultados desde el punto de vista de la reincidencia, no sólo nos acercamos a un sistema más humanista, sino que el beneficio es para toda la sociedad.

Todo esto nos hace pensar que la población penitenciaria ha ido cambiando con los años: problemas de salud mental, toxicomanías, delincuencia sexual, migración y otras características hacen que tengamos una población con unas necesidades específicas para las que también se necesita personal especializado. Es decir, poco a poco se irán definiendo perfiles distintos de internos para los que la respuesta deberá ser cada vez más personalizada.

Y éste es, en mi opinión, el gran reto. La cárcel como institución total debería reducirse al mínimo imprescindible. La prisión abierta, las medidas alternativas, el trabajo en beneficio de la comunidad y el control telemático, entre otros, constituirán el futuro del cumplimiento de las penas.

Y en este sentido creo que el conflicto actual debería resolverse pensando en el futuro y no mirando al pasado. Valorando de forma clara y comprometida el camino recorrido, pero aceptando que estamos en una situación diferente y que seguramente habrá que adoptar otras medidas. No se puede renunciar al trabajo bien hecho, ni acusarlo de “buenismo”, más bien todo lo contrario, pero sí debemos repensar cómo queremos que sea el futuro de nuestras prisiones.

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