Organizar una gala es un negocio tan complicado que incluso en Hollywood se enganchan los dedos cada año. Si encima hay que trasladar la pasión de un estadio al terciopelo de un teatro de ópera, el salto de escalera es vertiginoso. Admitidas las dificultades inherentes, a la celebración de los 125 años del Barça en el Liceu le sobraron minutos y cambios de escaleta de última hora y le faltaron ensayo y un hilo que uniera a las partes. Y a las partes les faltó un cálculo más justo de méritos históricos particulares y colectivos. Y, sin embargo, el sentimiento azulgrana es tan generoso que los espectadores podían llenar los vacíos con sus propios recuerdos.
La gala tuvo un protagonista, Joan Laporta, que convirtió su discurso en una exhibición de autoridad, memoria y pasión, una demostración de estado de forma actual, una prueba que tiene la historia del Barça en la cabeza como una forma de decir que tiene el club en la cabeza y que el “por muchos años” también iba por él. Sabía que sería recibido con cortesía en el menos cálido de los casos, por lo que pudo desahogarse a gusto y repitió subidas al escenario como si necesitara que los focos lo revelaran como la personificación del barcelonismo.
Me miraba las butacas, las hileras y los pisos del Liceu, llenas de ex jugadores y exdirectivos, todo el mundo cargado con su propio discurso y su propio trocito de historia, con sus años llenos de afanes, críticas y hostilidades, y pensaba en tantos días en los que parecía que el mundo azulgrana se acababa. Pero allí teníamos todo el mundo y el Barça vive, suma de ese todo el mundo. No debería ser necesario un cumpleaños para reencontrarnos con un confort tan humano.