Cuesta recordar un evento cotidiano y terrenal reciente que, de madrugada, haya congregado tanta expectación como el debate electoral del pasado día 10 entre Donald Trump y Kamala Harris. Había muchas expectativas, y también dudas, con el debut de la vicepresidenta y candidata de última hora del Partido Demócrata en la presidencia, Kamala Devi Harris. Enfrente, le esperaba el gran macho, el hombre que ridiculiza a los rivales por su condición de viejos, negros, mujeres o lo que sea necesario: Donald John Trump.
La entrada a escena de Harris, buscando el cuerpo a cuerpo (yendo a apretarle la mano con firmeza) con un Trump impasible, evidenciaba la voluntad de revertir el desequilibrio entre el vigoroso Trump y el decadente presidente saliente Biden. Ahora estamos ante una lucha entre dos energías distintas: Trump, a través del señalamiento, la mentira permanente y el desprecio –marcas de una conciencia de clase superior, que es hoy en día la económica–; y Harris, haciendo uso de una estricta racionalidad burocrática, en la que prevalece el bien común y el cumplimiento impecable de la ley, fuente del éxito de una carrera como la suya como fiscal, como figura del estado .
En una joven nación como la estadounidense, fundada en las historias singulares e individuales, Harris y Trump, Trump y Harris, representan dos biografías diferenciadas para una misma narrativa del éxito. Por eso mismo no está clara la victoria de ninguno de ellos: ambos son winners para muchos americanos y probablemente odiados por elAmérica que no representan, pero en ningún caso son menospreciados. Después de todo, ambos han seguido los caminos hacia el éxito al que muy pocos americanos han tenido acceso. Dos formas deelegismo se infiltran en esta batalla electoral, que es tanto una batalla ideológica como biográfica.
Kamala Harris, nacida en Oakland (California), es el resultado del encuentro en una manifestación en favor del colectivo Black Panther y del posterior enamoramiento entre dos jóvenes promesas académicas llegadas de todo el mundo –Jamaica y el ' India– en Estados Unidos de los años 60. En concreto, llegadas a la progresista y prestigiosa universidad pública de Estados Unidos: Berkeley. Pocos ciudadanos del mundo, como Donald Jasper y Shyamala, se doctoran en la Universidad de Berkeley. Menos aún terminan teniendo excepcionales carreras científicas como Shyamala Gopalan (en Berkeley y la Universidad McGill) o siendo brillantes profesores de teoría económica, como Donald J. Harris. Figura referente ineludible de la teoría marxista, Harris padre sería el primer profesor titular de raza negra en la Facultad de Economía de Stanford.
De hecho, el mentiroso Trump acusaría a medio debate a la hija del economista de ser “heredera” de los males de su padre: ser marxista y ser negra –o, peor aún, poner en duda su condición racial–. La realidad es que tanto Kamala Harris como su hermana crecerían con la madre, a la que seguirían en sus destinos profesionales y de quien probablemente Harris ha heredado la valentía y perseverancia hasta el éxito. Ella, que siempre anheló "estar en la mesa donde se toman las decisiones", tomaría el camino de la fiscalía en diferentes áreas de California hasta la vicepresidencia.
También Donald J. Trump pudo transitar por los estrechos caminos del éxito profesional. En su caso, siendo un mediocre estudiante en dos universidades del área donde el padre, Donald Trump, había hecho negocios inmobiliarios y se había convertido en un nuevo millonario: la Universidad Fordham (Nueva York) y la Universidad de Pensilvania ( Filadelfia). Tanto en el primer caso como en Penn, universidad de élite reconocida por sus numerosos premios Nobel y por su escuela de negocios (Wharton School), se sabe que Trump sería aceptado gracias a las gestiones de padre y hermano. Yo mismo, en los paseos por el campus durante mis cinco años en la Universidad de Pensilvania, constaté el peso que los millonarios y sus donaciones ejercen sobre las instituciones. ¿Cómo? Por ejemplo, con tres edificios que llevan el nombre de la familia Trump.
Es una más de las múltiples batallas que se disputan en el terreno del elitismo de los elegidos –o elegismo–, característica de la cultura de la meritocracia, tan anglosajona. Todos sabemos que el mérito no entiende de justicia social, porque excluye a la gran mayoría por falta de recursos, conocimientos u oportunidades a lo largo de la vida. Todos lo hemos vivido en nuestra escala, pero nadie lo ha explicado mejor que el profesor de la Universidad de Harvard, Michael Sandel, en La tiranía del mérito (Debate, 2020). Formar parte de los elegidos no resta valor a la valentía de denunciarlo con buen conocimiento de causa.
Sería bueno que Harris, si quiere ganar el voto de los progresistas a la izquierda del Partido Demócrata —área que incluye sensibilidades como las de Bernie Sanders o Alejandría Ocasio-Cortez—, nos recuerde a todos que su caso es el resultado de un país que durante décadas ha ejercido el elegismo democrático, y que abre sus puertas a exiliados de toda causa, desde el nazismo hasta el franquismo, oa jóvenes con mucho que aportar a una nación en construcción, y no al elitismo de la última tiranía que viven Estados Unidos y todos nosotros: esos egocéntricos magnates que determinan el destino no sólo de su nación, tan amenazada por los males exteriores, sino del mundo global sin otro interés que el propio.