Los bomberos luchan contra un incendio forestal proveniente de los fuegos gallegos en Chaves, Villa Real, Portugal, el 20 de agosto de 2025.
Artista, filóloga e investigadora en 'performance studies'
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En abril de 1997, la escritora Maria Àngels Anglada dio una conferencia en Olot organizada por Ecofòrum, una asociación que defendía que el desarrollo económico siempre debe ir atado a la conciencia ecologista. La conferencia de Anglada —titulada La naturaleza y la cultura griega— empezaba explicando que los efectos de las acciones humanas sobre los bosques ya habían sido recogidos por los clásicos (que, como si supieran predecir el futuro, a veces se dolían de nuestro talante imprudente). Las obras de los griegos incluso dejaron testimonio de incendios que, sin efectivos ni herramientas para combatirlos, podían quemar durante meses. Fuegos, pues, siempre ha habido. Calor, siempre lo ha hecho. Estos son los argumentos que gastan los negacionistas de la crisis climática ante los calores infernales que hemos sufrido en los últimos años y los desastres que han traído consigo.

El clima de la Tierra es cambiante, y hasta aquí estamos todos de acuerdo. Mientras nuestro planeta sea geológicamente activo (y biológicamente vivo), este funcionamiento será inesquivable. Pero la existencia de vida compleja en nuestro rincón de universo depende del equilibrio del ciclo del carbono. Es más, si hace unas décadas los científicos todavía pensaban que las grandes extinciones habían sido causadas por los meteoritos, ahora todo parece apuntar a que la mayoría de extinciones podrían haber sido producto de las alteraciones en el ciclo del carbono. En medio del auge del negacionismo climático, estos días el diario The Guardian ha hecho un adelanto de un libro de Peter Brannen sobre el origen de la vida gracias al CO₂. Entre otras cosas, The story of CO2 es el story of everything recorre los períodos geológicos en los que la Tierra ha entrado en modo apocalíptico debido a una desestabilización del ciclo del carbono. Brannen narra cómo las erupciones volcánicas del permiano provocaron "un clima de una malevolencia inigualable", en el que el planeta se debatía entre el calor extremo y las tormentas violentas (una dinámica que, desgraciadamente, empieza a resultarnos familiar). Los volcanes pueden emitir ingentes cantidades de carbono y, a consecuencia de ello, tienen la capacidad de alterar drásticamente las condiciones climáticas planetarias.

Pese a que la sobredosis de CO₂ que comportó la extinción masiva del permiano tuvo lugar hace trescientos millones de años, nos ofrece muchas pistas de lo que nos espera si seguimos quemando combustibles fósiles. Porque sólo hay algunas formas de liberar gigatoneladas de carbono de la corteza planetaria a la atmósfera: por un lado, tenemos los espasmos volcánicos altamente disruptivos que se producen, aproximadamente, cada cincuenta millones de años; por otro, tenemos el capitalismo. Y aunque los hechos grandilocuentes del permiano no sean comparables a las acciones antropogénicas, lo que resulta peligroso es el brevísimo período de tiempo —si pensamos en términos de temporalidad geológica— en el que hemos liberado tanto carbono. Pero ni estos datos, ni el calor, ni los incendios descontrolados, ni las tormentas parecen convencer a los negacionistas de que vivimos una situación de excepcionalidad provocada por nosotros mismos. Esto es así, en parte, porque se ha producido una progresiva desafección entre el mundo político más conservador y el mundo académico y científico. Las decisiones de la administración Trump en relación con las políticas ecológicas y la financiación para la investigación confirman que la falta de fe de la derecha en la comunidad científica es cada vez más acusada (quizás parte de la locura trumpista es el resultado de esta ruptura que apenas se escenifica ahora).

¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Qué nos ha conducido hasta esta escisión radical en la que la toma de decisiones ya no tiene en cuenta las teorías que se construyen en las universidades y en los centros de investigación? Es un tema complejo y canto, pero hay algún motivo que quizá sea más evidente. Por un lado, parece que la derecha lleva tiempo imprimiendo que los sectores científicos migran más bien hacia la izquierda, lo que les hace dudar de su fiabilidad. Esta sensación seguramente comenzó cuando el ecologismo entró con fuerza en el sistema académico a principios de los años setenta. Uno de los puntos de inflexión debía de ser el informe The limits to growth (1972), encargado por el Club de Roma a un grupo de investigación del MIT (Massachusetts Institute of Technology) que lideraba Donella Meadows. El texto de Meadows alertaba de que si no teníamos en cuenta la economía planetaria -la que tiene que ver no con los recursos económicos, sino con los naturales- pondríamos en riesgo nuestra supervivencia. A partir de ahí, las evidencias numéricas hicieron que buena parte de la comunidad científica fuera afianzando estas tesis. Así hemos llegado a una situación en la que unos sólo quieren continuar su programa hacia no sabemos exactamente qué utopía haciendo caso omiso de las señales de alarma, y ​​otros escriben advertencias que no reciben mucha atención (salvo, claro, de la sensacionalista). Por otra parte, la cultura de la cancelación de internet de los últimos años tampoco ha favorecido el diálogo, que incluso cuando es incómodo, es indispensable.

Mientras la escisión entre unos y otros —la polarización, llamamos ahora— se ensancha, nos acercamos más al clima "malévolo" que puede acabar desencadenando un fallo del sistema planetario.

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