La muerte reciente de Jean Pormanove, estrumero francés conocido por retransmitir maratones de humillación y maltrato en la plataforma Kick, lleva días sacudiendo a Europa. En este caso hemos podido ver cómo el sufrimiento, retransmitido por la sed de likes, deja de ser una experiencia humana para transformarse en mercancía. Las imágenes, difundidas en directo frente a miles de espectadores, nos confrontan con preguntas incómodas sobre regulaciones y civilización. ¿Es la vida convertida en espectáculo, al más puro estilo de gladiadores en combate, el tipo de sociedad digital que queremos? Preguntémonos bien y en todas direcciones.
La necesidad de ser vistos es inherente a la condición humana, por eso el anhelo de validación social es el anzuelo perfecto para subir al escenario digital. Ahora bien, ¿quién emitiría vejaciones durante 12 días si no hubiera nadie mirándolo al otro lado? Además, los miles de personas que lo seguían no eran simples espectadores pasivos. La mayoría observaban, otros comentaban y una proporción notable pagaban por proponer retos. Su participación activa les hacía cómplices de la ignominia, aunque internamente se escuden en el "yo sólo miraba". La psicología social ya ha mostrado cómo la responsabilidad colectiva se diluye en las masas, y en las plataformas digitales esta despersonalización se acentúa: si hay un millón conectado, la percepción del daño que provoco mirándolo parece menor. Y para quien emite, tal volumen de seguidores se lee como recompensa. Este cálculo de contrapartidas no hace más que presentar la humillación como legítimo entretenimiento. Ahora bien, no es evidente si aceptar retos bajo presión económica y colectiva es un acto libre o bien una (auto)explotación de la vulnerabilidad.
Esto se ha dado en una plataforma creada precisamente para alojar discursos de odio, un suculento anfiteatro del dejar hacer. Kick la funda un joven de 29 años en el 2022 con dos promesas: mínima moderación e ingresos generosos para los estrímeros. Esto le ha convertido en refugio para creadores expulsados de Twitch y YouTube. Buena parte del capital procede de un criptocasino que está prohibido en Europa. Pese a las múltiples denuncias internas de usuarios, la plataforma permitió la continuidad de los contenidos violentos. Aquí la ley es clara: tanto la normativa española como la europea (Digital Services Act) establecen que las empresas deben retirar vídeos con vejaciones cuando tienen conocimiento efectivo. En Francia, la Fiscalía de París ha abierto investigación para determinar si Kick incumplió la obligación de reportar graves riesgos para la vida y la seguridad, con penas de hasta 10 años de cárcel y multas de 1 millón de euros. Australia también investiga a Kick, y la sanción podría alcanzar los 49 millones de dólares. La plataforma ha hechomás limpiezados semanas que tres años de existencia.
Es una disonancia profunda que la dignidad humana dependa de una política de empresa caprichosa y esquiva. ¿Qué violenta debe ser una vejación para detener la retransmisión? ¿Cuántos contenidos humillantes se necesitan para cerrar un canal? Este tipo de plataformas juegan en encontrar el punto dulce entre el máximo lucro y la mínima incumbencia. Hasta que llega algún escándalo y pone las irregularidades en el foco, bajo la sombra de la sanción. Donde las plataformas deciden no mirar, el debate público es indispensable.
De hecho, estos contenidos siempre han estado en internet, la diferencia es que antes estaban en lo que se conoce como web oscura y ahora flotan en las plataformas convencionales. Dejan de ser algo marginal y restringido para desplazar los límites de lo socialmente aceptable. Puede llegarse a fundir la frontera entre diversión y autolesión, sobre todo en las etapas más tiernas de la formación de la personalidad.
El reto es avanzar hacia una innovación social digital que sitúe la dignidad y la responsabilidad colectiva en el centro. Esto exige exigir que las plataformas tengan políticas de moderación más basadas en derechos humanos que en resultados económicos. También debemos fomentar una cultura digital crítica y respetuosa, pero sobre todo debemos rediseñar los incentivos. En lugar de premiar la humillación, la verdadera disrupción sería definir cómo recompensamos la empatía. Sólo así podremos evitar un futuro digital en el que la vida se ponga en peligro para entretener a masas anónimas y deshumanizadas. No olvidemos que mientras en la arena hay combate y nos deslumbran los gladiadores, el dueño del anfiteatro simula que no se ha enterado de que hoy hay función.