La violencia en frontera no es nueva, pero las muertes en la valla de Melilla del 24 de junio representan un paso más. Un paso más por las imágenes que han dejado. Si bien hace tiempo que circulan fotografías y vídeos de muertos en frontera y de violencias e ilegalidades cometidas por las fuerzas de seguridad a ambos lados, esta vez son de una crudeza aterradora. La imagen de cuerpos amontonados, abandonados a su suerte y tratados con escarnio tiene unas connotaciones históricas que nadie, y menos en Europa, puede ignorar.
A las imágenes, se les suman las palabras. El presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, no dudó en tildarlo de “ataque violento” contra la “integridad territorial de nuestro país”. Ninguna mención a las muertes. Además, para acabarlo de agravar, felicitó la actuación de la gendarmería marroquí por lo que consideró un “asalto bien resuelto”. Estas declaraciones también representan un paso más, ahora con la aceptación definitiva y a cara descubierta de que las migraciones son una cuestión de defensa nacional, talmente como si estuviéramos en guerra.
Pero no hay paso que no se haga sobre los anteriores. Dos narrativas sostienen este giro. La primera narrativa tiene que ver con la obsesión de Europa con los traficantes. En plena crisis de refugiados, avergonzada por las imágenes de centenares de muertos en sus fronteras, Europa necesitaba buscar culpables. Así es como señaló a los traficantes, a quienes hizo responsables del hecho de que los migrantes acabaran “ahogados en el mar, asfixiados en contenedores o muertos en el desierto”. Cuanto más inhumano y salvaje se presentó el otro lado, el de los traficantes, más humana y no responsable pasaba a ser vista la frontera europea. Dicho en otras palabras, ya no eran nuestras muertes, eran las suyas.
La segunda narrativa es más reciente y tiene que ver con el uso político de las migraciones. Cada vez que el gobierno turco (febrero 2020), el marroquí (mayo 2021) o el bielorruso (otoño 2021) han instrumentalizado las migraciones con fines coercitivos, Europa se ha ruborizado por el uso “indecente” y “cínico” de los refugiados, pero a la vez no ha dudado en calificar la llegada de pocos miles de personas (familias y menores incluidos) como una amenaza a la seguridad y, en consecuencia, a declararse en guerra, tanto en el tono de sus palabras como en el despliegue de los ejércitos nacionales en frontera.
Esta vez, en Melilla, no había traficantes ni ningún gobierno detrás que alentara la llegada de las personas migrantes. Cualquiera que conozca mínimamente la realidad de la frontera sabe que solo aquellos que no pueden pagar la ayuda de un pasador se atreverían a escalar unas vallas tan lesivas. Es la última alternativa cuando solo queda el propio cuerpo y el amparo del grupo. Si bien es verdad que la presión policial marroquí los ha empujado a acabar de hacer el salto, esta vez no había ninguna finalidad política. Al revés, el gobierno marroquí tenía que demostrar más que nunca que ahora sí que estaba haciendo su trabajo de guardián de la frontera sur.
Aun así, el gobierno español –como otros europeos– ha querido continuar hablando de traficantes y de amenaza a la seguridad nacional. Así es el poder performativo de las narrativas. Sin darse cuenta de que su obsesión por la frontera lo ha acabado haciendo rehén de las condiciones impuestas por los países vecinos. El ejemplo más reciente es el reconocimiento de la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental. Más grave todavía es la aceptación, ahora ya sin pudor, de la vulneración sistemática de derechos fundamentales, empezando por el mismo derecho a la vida. Todo a cambio de menos llegadas.
Con esta actitud también se ignora que las narrativas de los otros son igual de importantes. Las imágenes de Melilla han dado la vuelta al mundo, como las de los refugiados ucranianos acogidos en toda Europa y la exclusión de los ciudadanos de terceros países que también huían de la guerra en Ucrania, pero a los cuales no se trató igual. La Unión Africana lo ha denunciado en ambas ocasiones. Estos dos hechos en tan poco tiempo ayudan a dar la razón a aquellos que denuncian los dobles estándares de una Europa que a menudo dice una cosa y hace otra.
Finalmente, se corre el peligro de obviar la realidad. Los migrantes continuarán llegando, más todavía en un mundo donde el número de desplazados forzosos aumenta vertiginosamente año tras año. Seguramente las muertes y la violencia en frontera irán en aumento. Los mismos migrantes responden que qué importa cuando ya no se tiene nada que perder. Mientras tanto, Europa habrá perdido el norte, empequeñecida en sus propios miedos y dispuesta a pagar cualquier precio.