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Manifestants contra la ampliación del aeropuerto del Prat.

A pesar de que la preocupación por el calentamiento global del planeta es un hecho generalizado en todo Occidente, en Catalunya –ya sea por la singular situación política de los últimos años, por el arbitraje parlamentario que ejerce la CUP desde el 2015 o por razones socioculturales más profundas– aquella preocupación se expresa con una transversalidad y una contundencia, y en medio de un asentimiento, difíciles de encontrar en otras regiones de nuestro entorno.

La cuestión del aeropuerto de El Prat ha ofrecido un ejemplo remarcable. El rechazo a la ampliación empezó invocando la muy razonable preservación de la Ricarda, pero pronto se ensanchó a una condena general del transporte aéreo por “elitista”, a una abominación del “turismo de masas” que lo utiliza (entre “elitista” y “masas”, ¿no hay algo que chirría?) y, en boca de algunos, a la execración de “la ideología capitalista” como culpable de todos los males del planeta. Por cierto, ¿los anticapitalistas tienen alguna idea de cuáles fueron las consecuencias medioambientales de los Planes Quinquenales soviéticos, de la industrialización forzada de las “democracias populares” en la Europa del Este o del “milagro económico” chino? Finalmente, una activista de la manifestación del domingo 19 resumió esta pulsión neorruralista, esta difusa nostalgia de los siglos XVII o XVIII, con el memorable eslogan “Más calabacines y menos aviones”.

Pero no ha sido solo el aeropuerto. El ARA, el pasado jueves, titulaba así su cuaderno de las comarcas gerundenses: “Girona debate la expulsión del coche privado con nuevos argumentos”. Observen que no se trata del coche diésel, ni gasolina, sino del coche en términos absolutos, aunque produzca cero emisiones. El promotor de esta cruzada contra el vehículo privado es el señor Narcís Sastre Fulcarà, geógrafo y ex concejal no de la CUP, sino de Convergència-Junts, el cual sostiene que el problema de la ciudad no es el monstruoso viaducto ferroviario que la parte por la mitad, sino el hecho de que, debajo del viaducto –¡horror!–, aparquen los coches.

Llegados aquí, quizás algún lector creerá que ya ha descubierto otro esbirro del capitalismo salvaje, un asalariado del grupo de presión automovilístico, un partidario de asfaltar y urbanizar cada centímetro cuadrado de Catalunya. Pues no. Un servidor, por ejemplo, es absolutamente contrario al proyecto de los Juegos Olímpicos de Invierno del 2030. Por coherencia (ya me opuse a Barcelona 92, aquel acontecimiento sin el cual, según algunos, todavía viviríamos a la edad de las cavernas), por sentido común climático y energético, y porque me subleva la idea que, para poderse desplazar en tren de Puigcerdá a Barcelona en menos de tres horas hagan falta unos Juegos.

Por lo tanto, no soy un fetichista del “progreso por el progreso”. Me gusta, sin embargo, la coherencia. Quiero decir que el calentamiento global es, como su nombre indica, un problema global; y no serviría de gran cosa restringir los vuelos a El Prat, Girona o Reus si, al mismo tiempo, el número de despegues y aterrizajes se incrementa en el resto de aeropuertos de Europa del sur. Y bien, nada hace pensar por ahora que las mayorías políticas responsables de Barajas, de Son Sant Joan, de Roma-Fiumicino, de Milà-Malpensa, de Marsella-Marignane, etcétera, hayan excluido cualquier futura ampliación de instalaciones o se planteen disminuir sus operativas, ni que los tejidos sociales respectivos se lo tengan que exigir, más allá de las minorías conservacionistas clásicas.

Por otro lado, y en relación a aquellos que sostienen que la cuestión no son los pájaros de la Ricarda, sino que se trata de un “problema de modelo de desarrollo”, y que las únicas soluciones son una disminución relevante del consumo y un crecimiento económico cero, o incluso un decrecimiento, no discutiré ahora si tienen razón o no; solo me pido si todo el mundo que repite este tipo de consignas es consciente de su alcance. 

Los que quieren suprimir el coche privado y sustituirlo por el coche compartido o, todavía mejor, por los maravillosos patinetes y las idílicas bicicletas, ¿están preparados a ir a los talleres de la Seat y explicar a los trabajadores que, cuando se implante este modelo, la caída de ventas hará que sobre al menos la mitad de la plantilla, o bien les reducirá el salario en una proporción parecida? Aquellos que propugnan el decrecimiento económico, ¿saben que esto comporta en paralelo la congelación demográfica? Y no me refiero al crecimiento vegetativo –que en Catalunya ya hace un siglo y medio que está congelado– sino al bloqueo del crecimiento inmigratorio. Es paradójico que los mismos colectivos favorables a los papeles para todo el mundo quieran dejar este todo el mundo sin ninguna expectativa de encontrar trabajo en los sectores donde más se les ofrecen (construcción, hostelería, servicios en general...). Y, por favor, que no me digan que esto se arregla con unas robustas ayudas sociales. ¿Financiadas cómo, considerando que el decrecimiento económico comportaría una severa caída de la recaudación fiscal? 

La lógica y necesaria desazón por el cambio climático y la urgencia de combatirlo no tendrían que dar pábulo a utopías milenaristas de la época de Étienne Cabet o Louis Blanc, a añoranzas de una “Catalunya de los calabacines” que no ha existido nunca.

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