¿No se puede ser catalán y no ser independentista?

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El expresidente Carles Puigdemont en el acto del 1-O

1. La realidad. A medida que los procesos se alargan, el desgaste se hace notar, el cansancio crece y las salidas de tono se multiplican. Estos días he oído decir que "no se puede ser catalán y no ser independentista". No creo que la frase tenga mucho recorrido, pero me parece sintomática. Es una de tantas expresiones de la transferencia de marco mental de la religión a la política, con la consiguiente pérdida del sentido de las cosas. La apelación a un estadio superior como exigencia moral: los buenos, los nuestros; los malos, los demás. Como todo ejercicio de simplificación es un disparate conceptual, moral y político. El problema de los nacionalismos –como de toda creencia, sea en el cielo o en la tierra– es que pretende hacer de la patria un ente superior, más allá de las personas que integran el territorio. Tenemos suficiente experiencia de la España “una, grande y libre” de infausta presencia.

Con esta mentalidad, si eres catalán no hay opción, tienes que ir a votar a favor de la independencia, y si no lo haces es que no eres catalán (aunque te creas que lo eres). Estos son los delirios de los nacionalismos que se hacen más evidentes en el caso de una nación en precario, como es Catalunya, que no ha dado el paso de potencia a acto. La independencia no puede servir para afianzar el poder de una casta: los auténticos catalanes. Es para todos o para nadie. Se está excluyendo a una gran parte de población que se mueve a partir de otros referentes. Una mentalidad de perdedor que no hace más que confirmar que el objetivo no está al alcance y que hay que mantener la fe de quienes lo creen, cuando lo que toca es asumir la realidad y hacer política.

Basta con hacer números: dónde se había llegado y dónde se está ahora. Sin votos de los ambiguos, de los que pueden votar por interés, por curiosidad, por complicidad o por mil otras razones que nada tienen que ver con ningún imperativo trascendental, se habría llegado tan lejos como en octubre del 2017. Más aún, hablar de una Catalunya independiente sin contar con todos no es patriotismo, es sectarismo. Precisamente, si un atractivo tiene para mí la independencia de Catalunya es en la medida en que pueda representar una idea de patria abierta (que soy consciente de que para algunos es una contradicción en los términos) en la que hubiera margen suficiente para que todo el mundo se sientiese cómodo en una sociedad compleja.

2. La ocultación. Estos y otros desmanes retóricos de estos días no dejan de ser ejercicios de ocultación de la realidad. Y castigan al independentismo, que lo que necesita es crecer, no excluir. Distinguir entre los auténticos catalanes (los que votan independencia) y los demás marca una línea extremadamente peligrosa a un catalanismo que siempre se ha proclamado abierto. Recordad la vieja expresión pujolista: catalán es el que vive y trabaja en Catalunya. Y también es evidente que sentirse catalán o español o francés, independientemente de lo que diga el carné de identidad, es una cuestión subjetiva, que no está determinada por ninguna obligación. La grosería verbal sobra en un momento que es de negociación y política y en el que la pugna por liderar la promesa entre los que rivalizan por el mismo voto se hace patéticamente patente.

Lo que está en juego –lo que ahora mismo las relaciones de fuerzas permiten– es una negociación para una investidura que, si fracasa, llevará a elecciones. Lo que los diferentes actores deben calcular es qué vale más: un acuerdo de investidura o volver a votar. El que pida lo imposible es que ya tiene decidida la opción que considera óptima.

Es evidente que la disputa por el poder lleva a estas simplificaciones. La victoria se sitúa en la mitad más uno. Con demasiada frecuencia las ideologías se han convertido en fundamentalismos, en interpretaciones de las realidades que se convierten en doctrina: el mundo es así y no puede ser de otra forma. Hemos entrado en una fase en la que la lógica de los buenos y los malos vuelve a toda máquina. Y en el que el autoritarismo posdemocrático crece en toda Europa. Sin embargo, las elecciones del 23-J han demostrado que los ciudadanos de Catalunya tenían clara la prioridad: ante todo el no a la deriva hacia la extrema derecha que podemos ayudar a frenar, después ya hablaremos de las demás cosas y cómo hacerlas posibles. Y si no hubiera sido así, estaría gobernando Feijóo.

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