El debate público en Cataluña, en los más diversos asuntos, suele circunscribirse al territorio de las cuatro provincias. Los factores explicativos de lo que nos ocurre se buscan, a menudo, en el interior mismo de nuestra realidad social. Es una buena manera, sin duda, de proceder, y un paso imprescindible para no rehuir las propias responsabilidades. En último término, esto incluso probaría que somos una nación, y que el marco de referencia no nos viene impuesto. Sin embargo, esta (de)limitación hace que el análisis de las cuestiones no pueda tener en cuenta todos los elementos que actúan sobre nuestra realidad económica, social y política (por no decir la cultural), empezando por el más claro de todos, que es la pertenencia al estado español. ¿Es que quizás podemos hablar de la supuesta “decadencia” de la ciudad de Barcelona, sin evaluar y cuantificar el impulso estratégico que España ha dado en Madrid en los últimos cuarenta años, y que la ha convertido en la gran chupadora de recursos que es actualmente?
Esta limitación del análisis en el Principado se revela del todo insuficiente, y adquiere un contrasentido particular, cuando hablamos de la lengua catalana. Si nos preocupa -y debe preocuparnos- la situación social de la lengua, está claro que no podemos mirarnos la cuestión exclusivamente dentro del territorio de las cuatro provincias. Aunque las dinámicas entre los distintos países que compartimos la lengua son muy distintas, las cuestiones de fondo que explican la vitalidad o no de una lengua subalterna son muy parecidas. Por ejemplo, tomamos el caso de Aragón, un territorio en el que, además del castellano mayoritario, se hablan el aragonés y el catalán. Pues bien, Aragón, donde el anticatalanismo ha alcanzado una especial virulencia, tardó veintisiete años, desde la aprobación del Estatuto de Autonomía en 1982, en hacer realidad, en 2009, la primera ley de uso, protección y promoción de las lenguas propias. Sin embargo, en el 2013 la ley se modificó, con los votos del PP y el PAR, y desaparecieron sus menciones al aragonés y al catalán (sustituido, éste, por el eufemismo esperpéntico de “lengua aragonesa propia del área oriental”, que dio lugar al insigne acrónimo lapao). Una denominación, la de catalán, parcialmente restituida por el gobierno autonómico del PSOE en el 2016, pero que vuelve a poner en cuestión el nuevo gobierno aragonés, formado por el PP y Vox: su presidente, Jorge Azcón, ha afirmado con una rotundidad que bordea la rabia de que "en Aragón no se habla catalán", y dice que se opondrán a la "imposición" que se pretende "desde la comunidad autónoma vecina". Nada que no sepan los valencianos, por cierto.
Ante esto, oímos en ocasiones que hay que respetar la voluntad de los valencianos, o de los habitantes de la Franja de Ponent, de no querer ser “catalanes”, y que sólo hay que ver los resultados electorales que obtienen allí, los partidos más o menos pancatalanistas. El argumento no es suficientemente satisfactorio: imaginamos que los catalanohablantes de la Franja de Ponent llegaran a tener una expresión política de su diferencia, que defendiera sus derechos lingüísticos y culturales. Pues bien, por razones demográficas obvias, nunca podrían alcanzar ninguna presencia parlamentaria significativa en las cortes de Aragón, donde serían siempre una minoría ínfima. La cuestión, en realidad, es otra: si la democracia es el gobierno de la mayoría pero también el respeto a la minoría, entonces convendremos que la prueba del nuevo de la calidad democrática de un estado es cómo asume, defiende y promueve la su diversidad y pluralidad lingüística y cultural. De hecho, todo el pleito catalán reciente deriva de esta cuestión: la reivindicación de un Estado propio se produce cuando las instituciones de España dejan de representar a todo el mundo y no protegen a las minorías. Es el paso que hemos visto dar al Tribunal Constitucional, que hace cuarenta años desautorizó a la Loapa o amparó la inmersión lingüística, y en cambio hace catorce que se cargó aspectos sustantivos del Estatuto de Autonomía del 2006.
El catalán tiene, demográficamente, un futuro incierto. El camino pasa, inseparablemente, por convertirlo en una cuestión de derechos. Derechos que la mayoría debe hacer suyos. En el Congreso de los Diputados ya se puede hablar en catalán: éste es un gran paso. El futuro del catalán "depende de ti", como decía el viejo lema de la Generalitat en los años 80, pero depende sobre todo de la configuración de un estado democrático y liberal, también en el terreno de los derechos lingísticos y culturales de las minorías, que garantice en España una democracia sólida y profunda que todavía está lejos de alcanzar.