El tiempo que ocupan las redes sociales en nuestra vida cotidiana ha iniciado grandes investigaciones, debates y preocupaciones más que justificadas sobre la circulación de noticias falsas y desinformación. Su impacto en el empobrecimiento de los resultados escolares, las interferencias en la gestión de la salud, el descrédito de la política y la crisis de la democracia, la irrupción de nuevas formas de discriminación y desigualdad social y, en general, sobre lo que creemos –erróneamente– que sabemos y lo que ignoramos, es de una magnitud tan grande como todavía poco conocida.
Hace poco ha circulado gráfico (que parte de un estudio de Stanford) en las mismas redes sobre cómo las parejas estadounidenses se han conocido a lo largo de los últimos cien años y que es extremadamente significativo porque dibuja de forma contundente los cambios sociales que se han producido en los estilos de vida. Según la investigación, si en 1930 las parejas se conocían principalmente –a partes casi iguales de un 20%– por la familia, la escuela o los amigos, ahora el encuentro se haría en un 14% entre amigos, en un 4, 5% en la familia, poco más de un 3% en la escuela... y en un 60% para los contactos online. Es decir, un trastorno radical en las formas de interacción interpersonal.
La irrupción de las redes sociales, pues, determina en muy buena parte lo que sabemos del mundo que nos rodea. Ya no es la transmisión oral ni familiar, escolar o religiosa, ya no son los medios clásicos de comunicación, sino que es lo que circula por internet lo que nos proporciona el saber fundamental para orientarnos –o desorientarnos– por la vida . Y los viejos mecanismos de falso conocimiento que ya habían estudiado las ciencias sociales –la indefensión aprendida, el sesgo de confirmación, la aversión al riesgo, el efecto by-stander y otros–, ahora encuentran acomodación en las redes a través de algoritmos que les han aprendido con diligencia.
Sin embargo, si bien el periodismo ha puesto mucho la atención en el funcionamiento de la información falsa y la desinformación –por la parte que les toca–, la cuestión sobre qué no sabemos es aún de mayor alcance y trascendencia. Lo que podríamos llamar una sociología de la ignorancia contemporánea debería estudiar también los mecanismos de autoengaño social y que afectan directamente a qué no queremos saber, qué queremos que no se sepa y, todavía, qué no sabemos que no podremos llegar a saber nunca. Habría que explorar cuáles son los ámbitos en los que somos capaces de aplicar todo nuestro escepticismo y desconfianza –donde fácilmente exclamamos: "¡ya me gustaría saberlo!"–, y en cuáles nos mostramos crédulos y suficientemente ingenuamente confiados para decir: " ¡ya lo pensaba!".
Particularmente, encuentro especialmente relevante el campo y la extensión de lo que no sabemos que no se puede llegar a saber. Es frecuente que conocimientos parciales, provisionales o altamente especulativos sean considerados totales, definitivos y demostrados. Es el caso de la mayoría de estudios de opinión pública de los que se ignoran metodologías deficientes, elevados márgenes de error o preguntas formuladas para obtener respuestas sesgadas. En otros artículos también ya he mostrado mi sorpresa por el hecho de que aun sabiendo que un 20% o un 25% de los intercambios económicos se desarrollan a oscuras del control público, no se tengan en cuenta a la hora de dar datos sobre las proporciones de personas en supuesto riesgo de pobreza o sobre el crecimiento real de una economía nacional.
También sorprende, y mucho, el grado de desconocimiento sobre los niveles de violencia –de género, o entre padres e hijos, por ejemplo– y de vulneración de los derechos humanos más elementales en determinados contextos culturales, étnicos o religiosos. O cómo sólo se denuncia el racismo del autóctono hacia el inmigrante y se ignora el racismo en dirección contraria o entre los propios colectivos cuando son calificados de vulnerables. ¿Podemos hablar de una ignorancia querida y condescendiente al servicio de la protección bienintencionada de determinados colectivos e intereses, o se trata de la ocultación de lo que podría poner en riesgo nuestro confort ideológico? ¿Son ignorancias por proteger a los demás oa nosotros mismos?
Todo ello ocurre que los procesos de ocultación de lo que podríamos saber y que se esconde o nos escondemos, sirven para acentuar la desconfianza de todos con todos. Que la objetividad absoluta no existe, ya sabemos. Pero es legítimo, posible y necesario buscar la verdad. Hay que acercarse a ella y descubrirla aunque sea a pequeña escala. Y me parece urgente profundizar en una sociología de la ignorancia, del actual gusto por el engaño y por esa renuncia querer saber la verdad que parece que nos caracteriza.