Opinar para fabricar odio

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'Opinar para fabricar odio'

“Construyamos el odio”. En imperativo y primera persona del plural. Este era un eslogan de pintadas y etiquetas que proliferó en las paredes de algunos barrios en los 90. Un tiempo en el que yo tenía que abordar a menudo las violencias de rostro joven. Un tiempo en el que, cuando defendiendo la educación como herramienta transformadora dialogaba con algunos de los “pintores”, la respuesta era que los capitalistas y los poderosos eran enemigos y de lo que se trataba era de conseguir que los ciudadanos sin poder les odiaran.

Recordaba la frase y los diálogos después de oír a la directora de este diario explicando en la radio por qué no había publicado un artículo y comprobar la polvareda generada por la decisión editorial. Interesado, lo busqué en otro diario, y contribuía así a hacer que tuviera muchos lectores un texto que no habría pasado del relativo anonimato. Aparentemente, el artículo iba sobre el bilingüismo y, como estaba dedicado a los que no pensamos como el autor, empecé para hacer un recuento de las expresiones de desprecio y de los insultos que nos dedicaba (algunos tan de nuestra tierra que mi catalán bilingüe los desconocía). 

Todo era, sin embargo, una cortina de humo hecha de exabruptos para tapar el verdadero tema del artículo: recordar a los catalanes que tienen que identificar a su enemigo y construir activamente el odio. Desde la primera línea, todo el artículo es una referencia a enemigos y a guerras, condenando a quienes no quieren entrar en la confrontación. Y eso es lo que me ha hecho ponerme a escribir. Especialmente al comprobar que las reacciones provocadas por la decisión del diario han sido para sumarse a la necesidad urgente de odiar enemigos o para considerar que, con palabras menos ofensivas, el artículo tan solo sería un ejercicio de la libertad de opinión. ¿Cuántas lectoras, cuántos lectores aceptarían la tesis y solo se molestarían por las formas?

Los que ya tenemos edad desesperamos al ver cómo vuelven las miserias y cómo se tiene que volver a explicar el abecé de la humanización. Ahora a propósito de la lengua, ayer para definir la patria, mañana para defender la religión o las costumbres. ¿Por qué necesitamos convertir al otro en enemigo? Todo acaba siendo de viejo manual. Recordémoslo.

En primer lugar, sabemos que las personas, cuando vivimos en situaciones de malestar, contradicciones o privaciones necesitamos descubrir un culpable. Si usted es un lector de los que todavía fueron educados con la Biblia podrá recordar aquello del chivo expiatorio enviado al desierto con todos los pecados del pueblo para volverse limpios y ser perdonados. Lo que nos pasa en Catalunya tiene que ser culpa de alguien. No hay que dudar de la propia realidad ni considerar todo aquello que cada grupo aporta a la construcción de la dificultad. La pobreza o la explotación, por ejemplo, son realidades a obviar porque alteran la lectura correcta de lo que está pasando.

Después, este culpable tiene que ser considerado enemigo. No es posible ninguna aproximación, ningún diálogo, no sea que acabemos descubriendo otras razones o argumentos parciales y complementarios. Si es diferente de nosotros (en este caso, poseedores de la verdad lingüística), es un enemigo y punto. Está prohibida la mirada receptiva.

Como todavía razonamos y los argumentos chirrían, el siguiente paso tiene que ser describir al otro como sujeto indeseable, pleno de defectos (aquí viene la lista de calificativos del artículo). El enemigo no puede tener virtudes. Si no podemos aproximarnos es porque nos puede contagiar alguna idea perversa. No puede haber nada bueno en una actitud ante el “problema” nacional que no sea la nuestra. De paso y, como nosotros no somos demasiado "guapos", construyendo una larga lista de nuestras bondades.

Todo ello puede funcionar como silogismo social para manipular opiniones colectivas, pero ya sabemos los costes a pagar. Construir odio como argamasa para mantener conflictos solo lleva a construir la sociedad de amigos y enemigos que defiende el autor del artículo no publicado en estas páginas. Si, encima, de lo que estamos hablando es de hacer querer una lengua y de usarla de manera habitual en la convivencia, me temo que el camino va en la dirección contraria. Aquel al que hemos definido como enemigo considerará el catalán como la lengua de su enemigo.

Claro que el autor también defiende una solución: tener poder. Poder hacer leyes que obliguen a usar el catalán a todo el mundo. El círculo argumental ya está cerrado. Construimos el odio, fabricamos un enemigo al cual odiar, describimos todos sus defectos, pintamos de color todas nuestras virtudes, definimos por ley el comportamiento correcto y, especialmente, evitamos toda interacción y cualquier duda. La causa no admite personajes débiles.

Puedo sentirme orgulloso de que el diario en el cual de vez en cuando escribo no haya querido divulgar uno de los textos, cada vez más habituales, de los fabricantes de odio.

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