Pactos: entre el pragmatismo y el autoengaño

Hemiciclo del Congreso de Diputados.
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De todos es sabido que la aritmética parlamentaria ha llevado a determinados acercamientos que, hace poco, resultaban inconcebibles. Esto no es ni bueno ni malo; son las reglas del juego, aquí y en cualquier democracia liberal. Cada uno puede evaluar o juzgar estas aproximaciones de la forma que considere oportuna, pero sin olvidar que son democráticamente lícitas, aparte de escrupulosamente legales. Lo mismo puede decirse de una posible amnistía: nada nuevo bajo el sol, tanto con el PSOE como con el PP. Que la actual oposición cuestione todo lo que se mueve también forma parte del juego: la sobreactuación, el espectáculo de la decla, es un ingrediente vistoso de la vida parlamentaria, y por lo general de la comedia humana. Conste que si el PSOE hubiera tomado la opción de pactar con el PP y con Vox, o cualquier otra combinación que se le ocurra, argumentaría exactamente lo mismo, porque las reglas del juego son las que son. Dicho esto, sin embargo, hay que hacer alguna otra consideración. La primera es muy fácil de entender, aunque a menudo se olvida: el ejercicio de la política depende de la aritmética parlamentaria, pero esto no significa que la política deba reducirse banalmente a una cuestión de sumas y restas de diputados. La segunda es más delicada y tiene que ver con el sobredimensionamiento de los partidos en la vida política en detrimento de la figura del ciudadano individual (vale decir que en el caso de las democracias de matriz anglosajona esta anomalía no es tan acusada). Los lectores que tienen amabilidad de seguirme saben que para mí este tema no es anecdótico, sino que representa la peor disfunción de las democracias actuales.

Los pactos de investidura entre el PSOE y otros partidos plantean un problema importante: a largo plazo, las líneas rojas de unos coinciden con los objetivos políticos irrenunciables de otros. Insisto en que estoy hablando del largo plazo. Ya sé que esto es sólo un pacto de investidura, etc. Pero el resto, el futuro, también debe tomarse en consideración por una cuestión de respeto a los electores y de pura seriedad. El PSOE o el PP nunca renunciarán a la unidad de España, ni irán más allá de algún servicio posventa en relación al Estado de las Autonomías. Los independentistas tampoco renunciarán al horizonte de la independencia porque, de lo contrario, dejarían de serlo. Esto significa que, en caso de seguir planteando las cosas así, no existe ningún punto de encuentro real. Otra cosa son las aproximaciones tácticas y/o coyunturales de cara a la investidura. Aquí podemos hablar de amnistía y de física cuántica, pero no de un acuerdo a largo plazo relacionado, por ejemplo, con un referéndum legal sobre la independencia de Catalunya, el único que obtendría un reconocimiento internacional y el único que cuenta en la hora de ser realmente independientes, a no ser que el objetivo no sea transformarnos en un bantustan o en una reserva tribal pintoresca. Todo ello lleva a considerar la naturaleza de las respectivas renuncias para después poder formular, propositivamente y de forma consensuada, algo a largo plazo, por modesta que sea. ¿Son posibles estas renuncias? Quizás me equivoco, pero creo que en las actuales circunstancias no son ni siquiera imaginables. Y en el caso hipotético de que se produjeran no gustarían a nadie: para unos, algo parecido a un estado federal asimétrico –no un estado autonómico repintado– es demasiado poco, y para otros es excesivo. El punto de encuentro no existe. Desde la perspectiva española, ceder en algún punto significa capitular; desde la catalana, ceder es desnaturalizar un proyecto político. ¿Cómo se va a traducir esta situación a medio camino entre el pragmatismo y el autoengaño? Pienso que existen dos opciones. La positiva fuera un debate territorial en profundidad, sin censuras ni autocensuras. Quizás no desembocaría en ninguna parte, pero al menos haría verbalizar cosas que ahora no nos atrevemos a decirnos en la cara. La negativa tiene mucho que ver con la disfunción que he comentado antes: quizá todo esto sólo sirva para mantener miles de cargos públicos y, de paso, añadir algunos otros mientras removemos au-encima de la mêlée.

Me consta que una parte importante de estas negociaciones se ha centrado en algún momento en media docena escasa de nombres propios, no en el recorrido de determinados objetivos políticos. Me consta igualmente que ha prevalecido el vuelo gallináceo y cortoplacista. Esto es nefasto y tiene un precio, conocido como desafección. El espacio que existe entre el pragmatismo y el autoengaño es muy estrecho, y sólo permite llegar hasta la esquina, y eso si hay suerte y no aparece algún informe falseado que lo impida.

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