Pantallas y aulas: el pánico no es el camino

Un aula vacía
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Desde que Francia cuestionó la presencia de los móviles en las aulas en 2018, la hemos visto como referente pionero de educación digital. El año pasado hicieron un piloto en más de 200 centros imponiendo la "pausa digital diaria" en horario lectivo, y el próximo curso se extenderá para todo el alumnado de menos de 16 años. Los móviles no entrarán en ninguna clase francesa, tampoco del Reino Unido. A pesar de ello, un estudio de la Universidad de Birmingham concluye que la prohibición como medida aislada no mejora el bienestar de las criaturas ni aumenta el rendimiento académico, reduciendo solo 30 minutos el tiempo de pantalla diario.

En cambio, hablamos poco de la estrategia educativa digital francesa prevista para el período 2023-2027, que incorpora elementos de interés como el fomento de programario libre. El ministerio de Educación impulsa una infraestructura digital que pone en el centro la soberanía de los datos, la inclusión y la ética. No se trata solo de instalar sistemas alternativos como Linux o Nextcloud, sino de promover un ecosistema digital que refuerza la privacidad, pero también la autonomía y la colaboración. Esta alianza entre la educación pública y las alternativas tecnológicas demuestra que es posible pensar a lo grande: crear estándares, crear cultura, crear condiciones. Y puede hacerse en clave ética y de proximidad. El cambio de mirada implica dejar de señalar dispositivos digitales (sean móviles o pizarras) para comprender que las empresas proveedoras de tecnologías y software son también un agente de socialización. No solo son el canal, sino que configuran el paisaje, moldean las conductas y deciden qué valores am plifican.

Nos fijamos obsesivamente en los malos usos individuales, cuando en realidad es un problema de mercado y diseño tecnológico. Nos falta una política digital valiente que interpele a las plataformas, que las obligue a ofrecer entornos digitales más sanos, a abandonar las lógicas adictivas de la economía de la atención y a incorporar criterios éticos e inclusivos en sus herramientas. El objetivo no es solo proteger a los niños, sino formarlos como ciudadanos digitales libres, responsables y con capacidad de transformar la sociedad.

Y no hace falta empezar de cero: aquí tenemos ejemplos como Linkat o Nodes (de adopción tímida pero impulsados por la Generalitat), que podrían combinarse con soluciones integrales (más parecidas a las funcionalidades habituales de Google, que predomina en más del 90% de los centros catalanes, sobre todo a raíz de la digitalización forzosa). En 2021 en Barcelona se hizo un piloto del Digital Democrático (fruto de la colaboración entre Xnet y el Ayuntamiento), pero seguimos atrapados en el pez gordo.

Apostar por el programario libre no solo transformaría la educación, sino que podría abrir la puerta a un modelo de vida digital más justo. Es un ejemplo de lo que puede ocurrir cuando la educación deja de reproducir moldes para convertirse en un auténtico espacio de crecimiento, experimentación y construcción de futuro. En ese escenario podemos exigir un sector privado comprometido. Habitualmente los recelos en esta alianza pretenden alejar a las aulas de corporaciones que las ven como una oportunidad comercial. Pero imaginémonos que podemos crear una especie de laboratorio de liderazgo digital responsable y ético, en el que podemos elevar los estándares y generar incentivos regenerativos en lugar de extractivos.

El pasado lunes conocíamos el plan de digitalización responsable. Sin sorpresas y con desilusión por la oportunidad perdida. El mismo estudio de Birmingham que cuestiona las medidas restrictivas consta en el informe del grupo experto. Caso omiso. Asimismo han encargado dos informes de evaluación (rigurosamente realizados por Ivalua) que recogen la realidad catalana en los centros y revisan la producción científica de los impactos. Sin embargo, en el plan se hace una mención superficial a objetivos y muestras recogidas, pero no se incluyen resultados ni qué recomendaciones se incorporan o por qué se descartan.

Necesitamos políticas públicas valientes y que valoren la evidencia científica por delante de los titulares y el pánico moral. No se trata de señalar y culpar a las personas cuando la inercia del mercado nos sobrepasa. Tampoco podemos ceder a la infancia como justificante del control: un ejemplo clave es el debate sobre la verificación de edad con biometría para acceder a determinadas plataformas. Un caso de uso que abre la puerta a justificar niveles de vigilancia sin precedentes a cualquier edad. Estoy convencida de que nos merecemos una digitalización más corresponsable e infinitamente ambiciosa.

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