El fin del macronismo
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Emmanuel Macron impidió la formación de un gobierno de izquierdas en Francia con el argumento de que sería demasiado inestable y caería en la primera moción de censura que se le presentara. Es exactamente lo que está a punto de ocurrir con el gobierno de derechas que él forzó en nombre de la estabilidad. Como les ocurre a menudo a los soberbios, Macron ha acabado poniéndose él mismo en evidencia, no sin antes haber tensado las costuras de la democracia y de la République para hacer pasar sus intereses ante la voluntad ciudadana. Macron no querrá reconocer su error, porque esto no aparece en el manual ilustrado de Le pequeño Napoléon, pero se apresura a buscar relevo a un Michel Barnier que él solo ha quemado en poco más de tres meses.

No es la única paradoja de ese asunto. Barnier se había mostrado más que dispuesto a ceder a las exigencias del Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen para aprobar los presupuestos, -dando ostentosamente la espalda a los grupos de la izquierda- pero lo que le acabará pasando será que caerá a causa de una alianza insospechada entre la extrema derecha y las izquierdas del Nuevo Frente Popular. Se suponía que era una alianza contra naturaleza, que las izquierdas nunca se saltarían el cordón sanitario que las derechas sí estaban dispuestas a dejar atrás, y con ello (con la supuesta imposibilidad de que la extrema derecha y las izquierdas se puedan entender) especulaban y movían pieza Macron y Barnier. Ahora muchos piden también que Macron dimita, que la caída de Barnier la arrastre, y en cierto modo sería de justicia, porque Macron no deja de ser el autor intelectual de ese despropósito.

Si se confirma lo que todo el mundo da ya por sentado y el famoso cordón sanitario francés contra Le Pen deja de aplicarse, será la primera vez que, en un asunto trascendente en la política de uno de los grandes estados de la Unión Europea, las izquierdas van de la mano de las extremas derechas. ¿Significa esto que deberemos acostumbrarnos? Que las izquierdas europeas empiecen también a normalizar y blanquear las extremas derechas dentro de los respectivos sistemas políticos de cada estado, y dentro del Parlamento Europeo, era la última conquista que les faltaba por conseguir a los ultras. No es buena noticia. No significa un paso adelante hacia algún tipo de convivencia, sino más bien una forma de allanar el camino hacia el precipicio. Lo que más explica este cambio de rumbo es que los partidos tradicionales de la socialdemocracia, a derecha e izquierda, han acabado tragando al sapo de pactar con la extrema derecha si con ello deben conseguir perjudicar al rival de toda la vida.

El cortoplacimo y el tacticismo de romper piernas benefician a la extrema derecha, que, por otra parte, es una pésima aliada de nadie. Volátil e impredecible, faltada de cualquier idea de coherencia y lealtad, puede pactar con la derecha y también, por supuesto, con la izquierda, pero el resultado es siempre el mismo: la intoxicación de la vida pública y la corrosión de la cohesión social. Cuidado que los partidos de las democracias liberales no acaben precipitando su propia caída, como le ha ocurrido a Barnier.

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