Imagen de archivo de un supermercado.
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Pasamos por la caja del supermercado y nos atendió a un chico bastante joven que hablaba catalán con las clientas que iban antes que nosotros. Al parecer, cuando se dirigió a mí lo hizo en castellano. Digo se ve porque yo ni me di cuenta, hace tiempo que sordo cuando me pasan estas cosas. Al fin y al cabo, llevo viviendo esta misma escena desde los ocho años. ¿Qué debería hacer? Detenerme cada vez y decir: ¿me puedes hablar en catalán como a las demás, no sufras? ¿O hacer pedagogía explicando que esta sociedad hace tiempo que ha cambiado y los catalanes somos más variados que antes o que existe un sistema llamado inmersión que hace que los hijos de los inmigrantes que van a la escuela aprendan catalán? Hubo una época en la que tenía paciencia y daba estas explicaciones. Ser inmigrante es tener que dar explicaciones. Pero ya no, ya no quiero perder ni un minuto en describir una normalidad que los demás no ven quizás porque no quieren verla. De modo que he desarrollado esta sordera selectiva y vivo más en paz con lo que soy: una madre que habla en catalán a sus hijos (segunda lengua materna) y no tiene ganas de que le recuerden día sí día también que es extranjera. Esta vez, sin embargo, me supo mal porque yo no me di cuenta del cambio de lengua del cajero pero mi hija pequeña sí. Las discriminaciones cotidianas me suelen deslizar, pero que ella las vea me entristece de la misma manera que me entristecía, cuando acompañaba a mi padre a hacer gestiones, que hablaran de usted a todo el mundo pero a él le tutearan sin siquiera pedirlo. le permiso. Y todavía no eran los tiempos en los que se tuteaba a todo el mundo como ahora. Su condición de extranjero borraba milagrosamente la edad que le habría merecido el tratamiento de respeto. “Si me pasara a mí –me dijo la niña en el supermercado– que me hablaran en castellano porque creen que no entiendo el catalán, les soltaría una frase muy complicada y larga”. “A ti no te pasará”, le dije mirándome su pelo liso, tan diferente al mío que cuando la llevaba al parque muchas madres pensaban que era la canguro. “Ya lo sé”, me respondió, y no sé si era el día o el tiempo o el cansancio, pero en esta pequeña conversación noté una pequeñísima distancia entre ella y yo que me molestó porque no nos venía de dentro , era una injerencia inoportuna en un vínculo sólido, una intrusión que llega de fuera, de la percepción que los demás todavía tienen de mí. Una percepción que choca con cómo me ve ella, acostumbrada a cómo está a las variaciones capilares o de tono de piel que sabe que son epidérmicas. Fue en ese punto exacto que sentí la punzada dolorosa ese día: al darme cuenta de que, al hacerse mayor, irá descubriendo que hay personas que a ella ya mí no nos perciben como iguales, que intentarán hacerle perder la maravillosa ceguera de la visión extranjerizante del fenotipo. No sólo a ella: sus compañeros de clase, cada uno con uno o dos padres nacidos en otro país, todavía no han sido envenenados con el virus corrosivo de la alterización, todavía se ven unos a otros por lo que son individualmente, todavía no les han enturbiado la mirada con innumerables y absurdos prejuicios.

Sé que el cajero no me cambió de lengua por maldad o por una intención clara de hacerme sentir de repente extranjera. Su mecanismo es inconsciente y se perpetúa aun cuando la realidad haya cambiado. Que una señora mayor me hable en castellano puedo entenderlo, pero que lo haga un chico que no tendrá más de veinte años me desespera. Hace veinte años yo ya me quejaba de esa esquizofrenia lingüística en mi primer libro. ¿Cuántas tongadas de alumnos escolarizados en catalán son necesarios para que dejen de vernos como “los demás” y entiendan lo que los niños como mi hija saben desde pequeños, que todos somos “nosotros”?

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