El 23-J, en Catalunya el consenso de urgencia para evitar un gobierno PP-Vox ha pasado por delante del consenso aplazado, y ahora a la baja, del derecho a decidir. Digo a la baja porque a estas alturas cuesta contabilitzar a los de Sumar, que hace tiempo que han dado muestras de sobra de haberse distanciado del referénum, y por supuesto al PSC, que en los momentos más ecuménicos del Procés flirteó con él (la propia Batet), pero ahora lo rechaza taxativamente. Esto no quiere decir que algunos de los votantes de estos dos partidos, llegado el caso, estuvieran a favor de ejercerlo, pero hoy no lo consideran prioritario. De hecho, como se ha visto, bastantes independentistas han votado socialista como mal menor, para evitar el drama del acceso de Vox a la Moncloa.
¿Qué significa esto? Por supuesto significa que el independentismo está en horas bajas. Pero ni mucho menos acabado, porque el miedo a PP-Vox tiene, en el caso catalán, un claro componente nacional de autodefensa. Evitar que gobiernen la derecha y la extrema derecha españolas es impedir que se entierre el derecho a decidir, es mantener viva la condición de posibilidad de una salida negociada al pleito soberanista. El mensaje que Catalunya ha dado a España, y que el azar de la aritmética parlamentaria ha reforzado, es este: no queremos PP-Vox de ninguna manera y a la vez el problema catalán no ha desaparecido. Catalunya ha cambiado de prioridades y ha sido pragmática, lo que la ha seguido haciendo decisiva en España. Claro: no hay que hacerse muchas ilusiones de que la España de Sánchez lo entienda, pero hay buenas cartas para jugar la partida.
La derecha política, mediática y económica española ha quedado descolocada. ¿Cómo puede ser que la gobernabilidad vuelva a depender del independentismo, y más concretamente de su bestia negra, Puigdemont? Desde la calle Génova están deseando que no entre en el juego negociador. Feijóo necesita a toda costa que el líder en el exilio de Junts vote no a la investidura de Sánchez para así poder ir a una repetición de elecciones en la que los populares aspirarían a mejorar sus votos a cuenta de Vox –con los votos de Vox el PP habría tenido mayoría absoluta el 23-J– y, al otro lado, a expensas de la decepción de la investidura del PSOE y sus aliados. Llegados a este punto –que es mucho decir–, sin la extrema derecha y entonces sí con el apoyo del PNV, podrían acceder a la Moncloa. Esta es la hipótesis con la que trabaja la derecha. Un escenario, claro está, que daría juego nulo al independentismo.
Dada la volubilidad de la situación y la habilidad de Sánchez, el otro escenario de un no de Puigdemont sería una mayoría más amplia PSOE-Sumar, por lo que ya no necesitarían los votos de Junts, lo que también dejaría fuera de la ecuación a este partido. Y aún hay un tercer escenario, el peor para Catalunya: que un nuevo bloqueo de la investidura finalmente llevase a la gran coalición PSOE-PP, la cual conduciría a un más que probable cambio de las reglas de juego con el objetivo de minimizar de una vez por todas la influencia en el sistema electoral y parlamentario de los partidos de obediencia catalana y vasca, el sueño húmedo de todo el nacionalismo español, a derecha e izquierda.
La conclusión es que un no de Puigdemont a Sánchez, además de apartar a una parte del independentismo del gran consenso catalán anti PP-Vox y darles una segunda oportunidad, conduciría, en todos los casos, a un callejón sin salida para Junts y a una pérdida de influencia y capacidad de maniobra del independentismo. Además, Puigdemont quedaría descolocado frente a una Europa que ha respirado aliviada por el pinchazo de Vox y que ahora no entendería que alguien que se ha erigido en defensor de los valores democráticos dé aire a la extrema derecha derrotada. Difícilmente Junts se encontrará en los próximos años en una situación de fuerza como la que tiene en la presente coyuntura. Ciertamente, si se abstiene o vota sí, decepciona a sus votantes maximalistas del todo o nada, pero lo que saque lo podrá exhibir ante los independentistas pragmáticos, por ejemplo muchos de los que votaron a Trias en Barcelona. No aprovecharlo no sería solo enrocarse en el ilusorio "cuanto peor, mejor", sería ir directamente al "cuanto peor, peor". La lógica apunta, pues, a que Puigdemont permitirá que Sánchez sea presidente.