Estudiantes con velo.
30/05/2025
3 min

Justo después de los atentados del 17-A asistí a una reunión a puerta cerrada en la que un destacado miembro de ERC soltó la siguiente sentencia: "La prueba de que Catalunya es tierra de acogida es que la próxima legislatura tendremos un pañuelo en el Parlament". Un pañuelo, dijo. No una mujer licenciada y con masters y experiencia profesional de origen inmigrante y musulmana. No, para él (un hombre) lo que más destacaba de Najat Driouech (a quien, por cierto, siempre agradeceré que me dejara los apuntes de las asignaturas que hicimos juntas durante la carrera) era lo que llevaba en la cabeza. He aquí cómo un partido que lleva "republicana" en su nombre convierte en fetiche multiculti el símbolo de la opresión de las mujeres religionizando a los ciudadanos y, sobre todo, a las ciudadanas nacidas en el islam. Teocracia para la minoría, a quien, en vez de hablarle de derechos sociales, libertad, igualdad y fraternidad, se la interpela mediante la aceptación del sometimiento de las mujeres. Pacto entre machos por la vía de un comunitarismo en el que la identidad borra la igualdad. Identidad del poder de los hombres sobre sus mujeres. Pasamos así a ser más de los nuestros que de aquí. Quizá acogidas, pero marcadas, arrinconadas y asimiladas al gueto religioso. Driouech hizo visitas a mezquitas en campaña electoral con el público segregado y nos fue presentada como "la primera diputada marroquí del Parlament", cuando, de hecho, en la misma legislatura hubo otra mujer que logró exactamente el mismo hito: Salwa El Gharbi. El activismo por la causa de las mujeres amazig de esta última no salió en ninguna parte, nadie la tomó por referente ni se celebró que rompiera el techo de cristal que imponía su origen. ¿Cuál es la diferencia entre las dos? Que El Gharbi no va tapada, y como no va tapada, ya no es representativa. Es decir: no es una mora como Dios manda.

Que sean las formaciones de izquierdas las que nos quieran asimilar al fundamentalismo y resten importancia al denso tejido de normas que nos oprimen es la mayor decepción que he tenido en la vida, el descubrimiento de un racismo de género disfrazado de inclusión y tolerancia que se alía con nuestros verdugos para dejarnos encerradas en la pertenencia asfixiante de la tribu, incluidas las niñas que sí, muy catalanas, muy de aquí pero nos importa un rábano que vivan en un sistema de libertad vigilada donde no pueden participar con normalidad en sociedad y tienen que llevar encima el símbolo político-teocrático que les han impuesto sus familias. Porque cuando hablamos de pañuelo y niñas no podemos hablar de elegir con libertad. No hay ninguna niña que elija libremente marcarse a fuego con esa frontera textil que la separa de los demás vaya donde vaya. Y aunque lo eligiera, nuestro deber como adultos es protegerlas y garantizar que se eduquen en igualdad.

Ahora bien, que Junts no saque pecho con este tema, porque no recuerdo ni una sola vez en que haya salido a defender a las mujeres inmigrantes. Al contrario: en los peores momentos de los recortes de Mas yo me pasaba el día recibiendo llamadas de mujeres llorando, mujeres a las que se les retiraban las ayudas, a las que no dejaban empadronarse o a las que se les cerraban las clases a las que asistían. ¿Queréis sacar el pañuelo de las aulas? Estoy de acuerdo, protejamos a las niñas, pero ¿y qué más? ¿Qué hacemos con sus condiciones sociales, qué hacemos con la segregación urbana? ¿Con la segregación escolar? ¿Cómo prevenimos la violencia? ¿Cómo abordamos el racismo institucional, social, laboral y de vivienda? ¿Podrían los muy honorables diputados del Parlament, sean del signo que sean, ponerse en la piel de las niñas y mujeres que viven en ese contexto? Solo pido esto: que miren el mundo desde sus ojos, que se pongan en su piel y que hablen desde aquí y no desde la disputa partidista e interesada.

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