Los regalos como síntoma

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Una mujer protesta mientras el ex ministro y ex presidente de la Generalitat valenciana Eduardo Zaplana declara por el caso Erial.

El llamado “asunto del collar” es una de las estafas más sonadas de la historia. Stefan Zweig recrea el episodio en la fascinante biografía de María Antonieta, ahora en catalán. Lo que comienza como un regalo fallido termina como un engaño, urdida por una vividora sin escrúpulos. Se aprovecha de la credulidad de un cardenal, ávido de poder, y de su afán por recuperar el favor de la reina. Ella es totalmente ajena al montaje, pero su proverbial frivolidad la hacen la cabeza de turco ideal. Coagula una hostilidad, largamente incubada hacia el abuso y el derroche, que socava los cimientos del Antiguo Régimen. Los símbolos de desmesura atraviesan el tiempo y el espacio. Una bolsa Dior de más de dos mil euros, aceptada por “Maria Antonieta de Seúl”, primera dama coreana, ha provocado recientemente una crisis política sin precedentes.

Las joyas son el más codiciado –Bolsonaro es investigado por vender en un centro comercial los lotes recibidos de mandatarios árabes, con piezas como un Rolex de diamantes–, pero también frecuentan los complementos fetiches (Vuitton, Hermès, Gucci... ) o el lujo glotón. Los pagos del Barça a Negreira se invertían, al parecer, al pagar a los árbitros jamones y mariscadas. En el escándalo de la Guardia Civil, sobre corrupción en los suministros, los proveedores habrían pagado viajes, móviles y entradas de fútbol. El palco del Bernabeu también es goloso. Los cuidados son para hacer boca o como acompañamiento. No son el plato principal, sino el caldo en el que se cuece. El objetivo no es tanto conseguir un favor como halagar y adular. No es tanto comprar una voluntad como generar cercanía, agradecimiento, reciprocidad. Predisponer. Ablandar. Zaplana, presuntamente, gastó un dineral para enjabonar a periodistas; al mismo tiempo se agenciaba, de las escombreras de comisiones inmobiliarias, un reloj de más de veinte mil euros. Le llegó vía un amigo testaferro y acabó en la muñeca de otro amigo, Ignacio González, expresidente de la Comunidad de Madrid, el del ático en Marbella. Dios los cría y ellos se juntan.

Los regalos ponen en riesgo la imparcialidad, presupuesto de la objetividad, que debe mantener un servidor público. En el cohecho propiamente dicho se consuma el abuso de la posición para un beneficio particular. Las partes tratan de disimular la retribución para que no se descubra y se ate a la función pública subyacente. Es habitual que el pago se realice a un tercero de confianza (abogado, tesorero, sociedad) o que se simulen contratos como préstamos, nunca reclamados ni devueltos. En la práctica, son pocos los procedimientos penales seguidos por ese delito, porque la línea es fina y la prueba difícil. A menudo se investigan las irregularidades urbanísticas, por ejemplo, sin que aparezca el pago que explicaría la actuación administrativa irregular; únicamente existen sospechas de alguna gratificación motivadora. Admitir un regalo en consideración al cargo es también una modalidad, muy atenuada, de cohecho. Se aplica poco porque cuesta apamar qué presentes o favores tienen entidad suficiente para integrar el tipo delictivo. Muchos de los que reciben algunas autoridades –en forma de objetos, comilonas, entradas a espectáculos o eventos deportivos– podrían encajar. Pero suele tenerse en cuenta el reducido valor y la intención del particular para no perseguirlos penalmente.

Pero incluso cuando no tienen relevancia penal, no son inocuos. Crean una red de confianza, de contactos, de influencia. Además de estropear la percepción pública sobre la integridad de la institución y la confianza en un trato justo e igualitario, con independencia de si eres alguien o nadie. No se trata de la bufanda o panellets, hechos en casa, que un paciente regala al médico, donde está integrado el agradecimiento y el deseo de personalizar una relación estereotipada. En la invitación a un congreso internacional, al propio médico, pagada por un laboratorio rumboso, se mezclan los intereses comerciales con las carencias de formación del sistema. Un estudio retrospectivo en médicos de cabecera franceses, publicado en British Medical Journal, sugiere que los facultativos, en su conjunto, no son inmunes a las cortesías de la industria y esto tiene un impacto negativo en la calidad y la cantidad de fármacos que recetan. Resulta una atención de menor calidad, riesgos injustificados para los pacientes y prescripciones más caras.

Los conflictos de interés son el motivo por desconfiar de los regalos, en según qué situaciones; no otros, en mi opinión. El economista Joel Waldfogel considera que el regalo es siempre un desperdicio objetivo de recursos. Justifica la ineficiencia en la que quien le recibe nunca le da el valor que realmente se pagó. A partir de sondeos, sitúa la brecha (entre el valor del pongo y el del iPhone que habrías podido comprarte) en un 10%. Este análisis monetario, desprovisto de sentimiento, es sesgado. No lo digo por romanticismo, sino porque menosprecia el efecto de las emociones, científicamente probado, en el comportamiento humano. Otros economistas, como Gregory Mankiw, achacan al regalo una dimensión de señalización, de transmisión de información privada. Elegir un buen regalo es una señal de amor, al igual que una empresa gasta dinero en publicidad; no sólo para persuadir directamente a los clientes, sino para enseñar que tiene suficiente confianza en la calidad de su producto para poner en marcha una costosa campaña.

Pero los regalos incorporan una dimensión expresiva. ¿Quién no ha fantaseado, en las puertas de Sant Jordi, con rosas furtivas o dedicatorias inesperadas? ¿De quién era la rosa que sostiene a Maria Antonieta, en el más polémico de sus retratos? Amor, amistad, gratitud, perdón... existen gestos universales. No es Salvat-Papasseit al Poema de la rosa en los labios, sino Dickinson en Mi carta en el mundo, quien deja escrito: “Por gentilezas tan modestas / como un Libro o una Flor / se plantan las semillas / de las sonrisas / que florecen en la oscuridad”. Después de todo, ¿quién querría vivir en un mundo en el que las flores sólo importan en botánica y los sueños en psiquiatría?

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