Un estadounidense es alguien que cuenta. Como nosotros, pero más mucho más. Y una parte importante de su estrés financiero se debe a las facturas que paga por su cobertura sanitaria y la de su familia. Y a menudo vive con el alma en un puño de que el día que caiga enfermo de verdad se enfrente a morirse o arruinarse, porque no esté tan cubierto como se pensaba, o aparezca una letra pequeña interpretada de la manera más ventajosa por la aseguradora o lo condenen a dar vueltas por un laberinto de gestiones y demoras.
Todo ello con el agravante de que Estados Unidos está al frente del gasto sanitario per cápita y, en cambio, no son ni de lejos los primeros en las listas mundiales de esperanza de vida. De por medio, claro, está la fabulosa industria médico-farmacéutica, defendida en nombre de la libertad, que es la palabra fetiche de la conversación americana: la libertad de elegir al médico que quieras o de operarte cuando quieras sin listas de espera... siempre que tengas suficiente dinero para permitirte estas libertades, por supuesto. Es la misma conversación que convierte a la sanidad pública en socialismo, palabra igualmente fetiche pero al revés.
La cantidad de angustia, visible o latente, que insufla a la sociedad este sistema sanitario es considerable, y sin embargo, la sanidad no solo no fue decisiva en la reciente campaña por las presidenciales sino que los americanos dieron la victoria al candidato que siempre ha estado contra las pálidas mejoras en la protección sanitaria introducidas por Obama durante su mandato. Son votantes que dicen airadamente eso tan tramposo de "¿por qué debería pagar con mis impuestos los tratamientos o las cirugías de alguien que ha llevado mala vida?"