Leo en una brevísima nota en la prensa que la satisfacción global con la vida de los catalanes es de 7,3 sobre 10. Me parece una nota muy alta visto el alarmismo habitual que rezuman los medios de comunicación cuando hablan de nuestras vidas. La buena sorpresa aumenta al ver que la satisfacción con la vida es exactamente la misma entre los catalanes con nacionalidad española y quienes tienen nacionalidad extranjera. Y aún más sorprendente es la escasa diferencia que existe entre la satisfacción global con la vida entre la población sin riesgo de pobreza, que es de 7,4, y la que vive en riesgo de pobreza, de 6,8.
Se trata de los datos presentados hace pocos días por el Instituto de Estadística de Cataluña (Idescat) de la Encuesta de Condiciones de Vida (ECV) correspondiente a 2023. Una encuesta que se hace con los mismos criterios en toda la Unión Europea, siguiendo una compleja metodología común. El otro dato que destaca el Idescat en su nota de prensa es sobre el grado de confianza de los catalanes en las demás personas, que también puede considerarse alto, de 6,4 puntos sobre 10. Y otra vez, la cifra es muy similar en la población de nacionalidad extranjera, de 6,1 y también en la población en riesgo de pobreza, de 5,9.
Además, si comparamos cifras actuales con las de hace diez años, en Catalunya también han mejorado los índices de desigualdad social. El de Gini pasa de 31,9 a 29,9 y el S80/S20, de 5,7 a 5,0. Y, todavía más, si nos comparamos con la Unión Europea, el riesgo de pobreza de 2023 afectaba al 12,8 por ciento de catalanes y al 14,1 por ciento de europeos, solo 1,3 puntos de diferencia. Visto así, con una buena satisfacción general con la vida y una más que razonable confianza en las demás personas, con independencia de la nacionalidad o el riesgo de pobreza, y con una lenta pero creciente disminución de las desigualdades, se podría decir que no hay para tanto con el alarmismo percibido por la falta de cohesión social.
Todo esto son datos resultado de complejos y discutibles sistemas de medida, ciertamente. Tal y como explicaba una y otra vez a mis estudiantes de sociología, una cosa son los hechos y otra los datos que quieren describirlos. Una cosa es la realidad y otra la estadística. Porque la realidad no solo es demasiado compleja para reducirla a un tanto por ciento, sino porque también existe la voluntad de enmascararla intencionadamente y todos los procesos de autoengaño que nos ayudan a soportarla mejor. Basta con leer la nota metodológica que publica el Idescat sobre la ECV para darse cuenta de que los datos obtenidos son el resultado de una compleja construcción y de un proceso de extrema simplificación de conceptos tan complejos como el de satisfacción con la vida, confianza en la gente o riesgo de pobreza.
Y que conste que esta observación sobre el carácter indicativo –pero no literal– de la realidad que nos proporcionan los datos estadísticos no es para desconfiar de las buenas noticias que nos da el Idescat, sino para decir que sospecho que todavía se quedan cortos. En otras ocasiones he notado que, en particular, los datos de ingresos que proporcionan las agencias oficiales no pueden contabilizar el grueso de economía sumergida que circula en nuestro país –entre un 20 y un 25 por ciento del PIB que se conoce–, ni a quien más favorece. Tampoco parece que se tengan los mecanismos adecuados para descubrir sistemas de fraude económico, más allá de añadir más complejidad burocrática, tratando al ciudadano como sospechoso habitual, pero que tarde o temprano se espabila también a esquivar. Téngase en cuenta, para poner solo un dato indicativo de la importancia que tiene una buena gestión de los recursos públicos, que la tasa de riesgo de pobreza sería de un 40,2 por ciento si no fuera por las transferencias sociales que la rebajan al 18 por ciento (16,3 las pensiones y 5,9 el resto de transferencias).
Sin embargo, lo cierto es que la medida del nivel de satisfacción global con la vida –sea cual sea lo que quiera decir y lo que entienda el encuestado– es el resultado de una respuesta subjetiva. Y por poco bien hecha que esté la encuesta –que lo está, con unos márgenes de error muy bajos–, está claro que refleja correctamente la opinión de quien ha respondido. De modo que si resulta que a partir de las muchas variables que se tienen en cuenta –edad, nivel de estudios, ocupados, parados o jubilados, nacionalidad, tipos de hogar o pobreza–, en satisfacción siempre nos movemos entre un mínimo de 6 ,5 –los parados– y un máximo de 7,7 –los hogares con más de un hijo–, pues digámoslo y tomemos nota de ello. Y, de paso, reflexionemos sobre por qué nos sorprenden tanto las buenas noticias que ni siquiera nos atrevemos a decirlas.