Deja la mochila en el suelo, en los pies, porque lleva el ordenador y pesa mucho. Se quita la chaqueta, que en el tren hace mucho calor, la pliega y se la cuelga del brazo. Se sentaría en el suelo o se agacharía, si no fuera porque está prohibido y porque va entrando y saliendo gente. Se apoya como puede en el asiento del lado de la puerta. Quizá alguien baje a Sarrià. Si no, hasta Sant Cugat seguro que no habrá asiento libre. Baja a Terrassa, donde tomará el tren para ir hasta Manresa. Una hora. Saca el móvil y empieza a leer el periódico. Hay algún artículo del fin de semana –el de política, el de vinos, el de libros– que no se pierde.
"Perdone!", le dice el joven del asiento de enfrente. Y ya se levanta y va hacia ella con un gesto medio acurrucado, como servil. “¿Señora? Perdone...”, añade. Ella no entiende nada. ¿Se dirige a ella este joven? ¿Qué querrá decirle? ¿Quizá le ha caído el móvil y él lo ha recogido? “Perdone, señora, ¿qué quiere sentarse?”, hace.
A ella se le calientan las mejillas al oírlo. ¿Que si quiere sentarse? Le diría "filldeputa". ¿Ella? ¿Por qué? ¿Le ha visto decrépita? ¿La ha visto impedida? ¿Le ha visto cansada? Lo ha dicho con mucha educación, con mucha pulidez. La ha visto vieja, claro. Quizá todo el vagón la voz vieja excepto ella misma, que se ha colgado una chaqueta de cuero y tachuelas en el brazo (el signo inequívoco de los hijos del baby boom amantes de los Rolling Stones), que quería sentarse en el suelo. “Gracias...”, barbotea, aceptando el destino. Y suyo, avergonzada y triste, no entendiendo quién es en modo alguno. Y cuando el joven no mira se levanta, ella también, y se dirige a un señor, más o menos de su edad. “Perdone, ¿qué quiere sentarse?”, le dice. El hombre, muy triste, acepta. Entiende que la mujer se ha librado de la barca de los condenados y que, como ella, deberá traspasarla a otro viejo inaceptado.