

El pasado viernes me reencontré, frente a la biblioteca municipal Corró d'Avall, en Les Franqueses del Vallès, con mi profesora de literatura del bachillerato, Roser Palacios. Después de un abrazo cálido y oído, me comentó que estaba atónita porque acababa de publicarse la nueva circular del departamento de Educación, con la nueva propuesta curricular para el bachillerato y para las pruebas de selectividad. "La literatura está tocada de muerte", me dijo. Esa misma tarde, debía moderar una tertulia literaria en la biblioteca donde nos habíamos encontrado. Al público, como siempre, mujeres jubiladas oa punto de jubilarse, que son las que hoy por hoy aguantan la conversación pública sobre literatura del país.Ellas practican lo que el gobierno teme saber: que sin una conversación robusta en torno a los imaginarios que los escritores pueden crear, nadie va a crecer. No lo harán ni los escritores que deben señalar la realidad, ni los lectores que deben encararse, ni el país que debe superarla.
A lo largo del fin de semana los grupos de WhatsApp de amigos de la universidad o de compañeros de catalanística echaban humo. "¿Quiere esto decir que los estudiantes del bachillerato humanístico ya no cursarán obligatoriamente dentro de su especialidad literatura catalana?" "¿Nos hemos bebido el entendimiento?" "¿Quién enseñará el canon y la tradición literaria del país a los futuros profesores de primaria oa los tan necesarios y buscados filólogos catalanes?" Lo explicaba este diario: el ministerio de Educación obliga por requerimiento de obligado cumplimiento a que la literatura sea materia optativa para equipararnos con el resto del Estado. La revuelta se esparcía. En las redes, adversarios políticos se repiulaban opiniones contra la medida. Los grupos parlamentarios catalanistas, con argumentos que difícilmente aprobarían un examen de literatura –"acercar la literatura a los jóvenes es imprescindible para hacer camino, para aprender y descubrir otros retos, otros contextos y otras situaciones"– pero con la intuición de que la gente se les echaría encima si no hacían algo –y oliendo la debilidad mediática del departamento de Educación–, empezaban a pedir la comparecencia de la consejera Niubó y la retirada del decreto.
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A la consellera le temblaron las piernas y ayer dio una rueda de prensa para decirnos que la literatura es "una línea roja para el Govern", que se ve que el cambio era solo un borrador y que ya veremos cómo acaba. Sin tener demasiado claro qué significa esto, lo que sí sé es que desde que los socialistas han entrado en el Govern la dinámica del departamento ha seguido la deriva que ya arrastraba el gobierno de Aragonès con Simó y Cambray y los dos mandatos de Bargalló . Una deriva marcada por la eliminación de las lecturas obligatorias en la selectividad y que el viernes parecía culminada con la circular ministerial, sellada sin cuestionamiento por la conselleria, que atentaba contra la enseñanza de la literatura catalana y de la literatura universal en Cataluña. Incluyo queridamente la literatura castellana dentro de lo universal, porque ¿dónde, si no está en los Països Catalans, se enseñará a los alumnos de bachillerato a leer a Ausiàs March, Caterina Albert o Joan Alcover? ¿Dónde, si no está en los institutos catalanes, ofreceremos una enseñanza literaria que dibuje la nación cultural entera que imaginaban Joan Fuster, Maria-Mercè Marçal o Baltasar Porcel? Sin la literatura catalana somos gente desarraigada, fragmentada, sin tradición, sin anclaje nacional. Incapaces de mirar al mundo que habitamos en la cara, o de pagar el precio de una justicia que no repite las mismas ingenuidades cada vez, o de aspirar a una vida rica y llena.
A finales del mes de junio de este año, el colectivo de profesores y maestros Pere Quart, que lleva tiempo brillando a favor "de una educación literaria que lo sea de verdad", me invitó a participar en una mesa redonda titulada ¿Quién mata a la lectura literaria? La muerte del patrimonio literario en la enseñanza catalana, junto a los escritores y pensadores Toni Sala y Xavier Díez. Al ser la única mujer de la mesa, y la más joven, me fueron cedidos los honores, y la responsabilidad, de la inauguración. Empecé con una pregunta: "¿Por qué van siempre en contra de la literatura?" Y seguidamente invoqué, casi sin ser consciente de ello, todo aquel pensamiento crítico y humano que había aprendido de mis profesoras del instituto y la literatura que me enseñaron. Entonces entendí que en esta política en la que la literatura es silenciada para desarmar a los jóvenes y se rectifica por miedo a no se sabe qué, la incompetencia y la mala fe son una y la misma cosa.