No puedo explicar lo que me supone entrar cada día en el salón de mi amiga en Járkov porque no alcanzo a comprender lo que siento, más allá de la alegría cuando descuelga el teléfono y veo su cara, siempre sonriente, y la desolación cuando colgamos y continuo con mis tareas del día a día, que por frívolas que sean presumo son las que me mantienen cuerda en estos momentos. Como a tantos ucranianos y rusos expatriados que hablan con sus seres queridos atrapados en el infierno mientras continúan con sus vidas de emigrados; he oído conversaciones en el metro que ponen los pelos de punta.
Llamo a Járkov entre las tres y las cuatro, hora española, una más en Ucrania, cuando ya están en toque de queda. Espero a la tarde para no ocupar ni un segundo del tiempo hábil de mi amiga.
Ya no hablamos, o muy poco, de lo absurdo y doloroso de esta invasión, ya no nos lamentamos de que un descerebrado resentido con ansias de venganza haya acumulado tanto poder, ya no tratamos de discurrir cómo resolverlo, ahora hablamos de sobrevivir.
“Esta mañana he salido a buscar productos y he tenido suerte -me dice-. He vuelto con treinta huevos y un arenque.” Y después de contarme entre risas la sed que le ha dado la sopa con la que espera alimentarse varios días, con un gesto pícaro me confiesa su botín: “Un vecino me ha dado una bolsa llena de dulces y bombones. La confitería de la esquina ha sufrido graves daños y el dueño ha decidido regalar todo lo que tenía preparado.” Nos relamemos y volvemos a la sopa de arenque. “Con patatas se habría suavizado, y lo cierto es que podría haberlas comprado, las había, pero muy lejos y en sacos de 20 kilos. Que va, imposible. No puedo con ellas. Si hubiera sido aquí cerca, las habría ido subiendo poco a poco.”
Bromeo con las piernas que se le van a poner de tanto subir y bajar a pie desde el séptimo en el que vive (como yo). “Ya no bajo al sótano cuando llega por SMS el anuncio de bombardeo inminente. No me da tiempo. Para quedarme entre dos pisos, me quedo tumbada en el pasillo.” Alejada de las ventanas, puntualizo, como si fuera necesario hacerlo. “Sí. Que en casa de una colega reventaron los vidrios por la onda expansiva. Lo han tapado todo con almohadas, pero pasa el frío.”
Le comento que el mundo entero está movilizado en apoyo de Ucrania, que iremos a llevar latas de comida al punto de recogida, que comunicaron que las mantas y la ropa ocupan mucho y no son necesarias, que mejor, pañales. “¡Dentífrico! –me interrumpe-. No sabes lo que se echa de menos cuando no se tiene. Una vecina asegura que los dientes se pueden lavar con bicarbonato. Lo he probado y parece que funciona. Tengo dos botes. ¡A ver si esto acaba antes de que yo me quede sin bicarbonato! Ah, y papel higiénico. No se encuentra por ninguna parte.” ¡Como en el confinamiento!, nos reímos. Y hablamos de lo que incluso en estas circunstancias nos cuesta acumular reservas; ya nos habíamos acostumbrado a tenerlo todo al momento. “Ay, Sarita. Llena la despensa. Ten en casa algo de efectivo. Y no te olvides de la pasta de dientes ni del papel higiénico.”
Le pregunto por su hijo, en el otro extremo de Járkov, con el que se comunica por la misma vía que conmigo, por WhatsApp. Y me cuenta que le ha estado explicando cómo hacer sopa con el trozo de pollo que le dijo haber encontrado después de caminar no se sabe cuántos kilómetros. “Es que, si lo come frito o guisado, de un golpe se acabó. Y en sopa puede alimentarle dos o tres días. Está envidioso de mis huevos, eran su desayuno. Por su zona no hay.” Ese hijo es la razón de peso que justifica que no haya hecho el más mínimo gesto por tratar de salir del país a pesar de que, de momento, circulan trenes que de manera gratuita y en cierto modo segura llevan a quien lo desee al oeste. “Un alumno me ha dicho que se va mañana a dejar a su mujer y su hijita de un año en la frontera con Polonia. Él no puede salir. No tiene ninguna intención de tomar las armas, pero tiene que quedarse aquí.”
Supongo que esos trenes que vienen hacia occidente con desplazados volverán con ayuda para vosotros, razono. “Es posible. He oído que están dando paquetes de comida. Se acaban enseguida. Me cuesta ponerme a esa cola. He preferido gastar lo que tenía. Pero en un par de días madrugaré e iré. Qué remedio.”
Empiezan a hacer mella la escasez y las averías. Un día no pudimos hablar porque se habían quedado sin electricidad y racionaba su batería de móvil, tal y como me avisó su hijo para que no me asustara si no me cogía el teléfono. Y al siguiente, solo pude ver su cara iluminada por la pantalla, moviéndose en la oscuridad absoluta. “Nos piden que tengamos la luz apagada. Mira cómo está la calle.” Silenciosa, vacía, negra. Y nos pusimos a hablar de lo mucho que en los últimos tiempos había mejorado la ciudad. “Te mando una foto de nuestro último paseo, el domingo antes del ataque.” Ella, su hijo y detrás un par de jirafas de largas pestañas. “Lo han destruido, han destruido el Zoopark. ¿Qué daño hicieron los animales? Y el Palacio de los Niños. ¿Qué daño hicieron los niños y sus columpios? Hasta yo fui allí a pintar cuando era pionera. Y el Teatro de la Ópera, ¿te acuerdas? Estaba poniéndose tan guapo Járkov… Y lo han destruido. Han destruido todo el centro. Ahora parece que se ha calmado, que se han ido a destruir a otra parte.”
Ella se quedó sin electricidad un día y su hijo, sin agua otro. “Están trabajando en reparaciones 24 horas sobre 24. Ahora me he quedado sin internet por cable. Eso no creo que lo reparen tan rápido, no es imprescindible. Pero a mí me ayudaba a pasar el tiempo viendo ese patinaje artístico tan precioso por YouTube en la tele, en el móvil no es lo mismo. No quiero ver más noticias.”
Hoy la he sacado a mi terraza y mañana la llamaré desde la rosaleda del madrileño parque del Retiro por el que paseamos juntas hace apenas tres años y que tanto le gustó. “Gracias, Sarita. Solo quiero ver cosas bonitas.”