Me intriga pensar en qué punto la clase empresarial española prefiere un mal pacto que unas nuevas elecciones. Lo vemos estos días. La simpatía de lastatu quo económico respecto de la coalición PSOE-Sumar, y quien más se apunte, es perfectamente descriptible. Hacer virtud de la necesidad, como ha dicho recientemente el presidente del gobierno español, convence poco, visto quién tiene la necesidad y qué puede entenderse por virtud, incluido aquí el pacto de gobierno que viene. Una interpretación que se me ocurre es que quienes dominan la economía prevean una vida corta del pacto, y que la izquierda asuma ahora el coste de resolver el trabajo sucio generado mayormente por las derechas, con los jueces a la cabeza. Una limpieza que ciertamente alguien debe hacer, y que así el PP se ahorra para seguir luciendo en elecciones, que esperan cercanas, rigor en los principios (aquí la incoherencia socialista ya no tiene remedio), y aceptar después la no retroactividad del amnistía por su propia conveniencia. Un Ibex que esté por encima del cortoplacimo del momento lo puede estar avalando. Acabar con la interinidad del gobierno, con la posibilidad de unas nuevas elecciones que paralicen de nuevo la acción pública y con un futuro en todo caso incierto, puede explicarlo. Sin embargo, éste no debería ser el caso si nuestros próceres económicos no fueran tan dependientes de aquella acción pública (presupuestos, subvenciones, regulaciones a la espera...), ya que en otra situación la economía debería sacar provecho de la ausencia del intervencionismo esperable durante elimpasse en el legislativo y el ejecutivo. En cualquier caso, la situación sorprende.
Es interesante, también, ver qué papel juega la ideología ante la disyuntiva entre aumento de la presión fiscal –que da mayor margen de acción a las palancas de gasto de los partidos en los gobiernos– o su reducción, dejando más dinero en los bolsillos familias. El estado autonómico permite un cierto contraste en la medida en que la responsabilidad fiscal aumente la financiación de las comunidades autónomas. Quien baja o elimina impuestos ciertamente está aceptando que el dinero que así retiene las familias se gastará mejor. Es un reconocimiento, por el lado de la eficiencia, de que ellos, desde el gobierno, no saben cómo gastarlos mejor; o simplemente, por el lado de la equidad, que no quieren hacerlo de manera diferente a cómo lo harían los individuos, para evitar una redistribución (entre quien paga y quien se beneficia) que les aleje de su apoyo social. Dicho esto, sin embargo, si aquellas reducciones fiscales se aceptan, después debería dejarse de lado toda reclamación de solidaridad. De lo contrario, se parasita el esfuerzo fiscal de las demás comunidades, desvirtuándose el ejercicio político de la autonomía tributaria. Podríamos encontrar una explicación en la primera de las posiciones (las familias saben mejor si el gasto vale lo que cuesta) si contemplamos los costes de eficiencia derivados de la imposición: las pérdidas de bienestar que provoca la fiscalidad en la asignación de recursos y en el crecimiento económico. Por ese camino se causan cambios en los precios relativos de las cosas, se erosionan los incentivos a aumentar las bases de la economía, a la generación de nuevas actividades, etc.; distorsiones que algunos han estimado cercanas al 40% de las supuestas bondades de los gastos públicos logrados con financiación tributaria. Pero todo esto tiene muchos valores ideológicos (¿quién beneficia a bajar impuestos y quién perjudica la reducción de los servicios públicos correspondientes?), en ausencia de lo que los economistas llamamos free lunch. Esta política sorprende, por tanto, pero menos.
Por último, sorprende –y no sorprende– cómo comentaristas de toda condición cuestionen el déficit fiscal: la diferencia entre la capacidad de gasto que Catalunya tendría recaudando impuestos a partir de su propio potencial fiscal, y la financiación que recibe del Estado. Está claro que las reticencias sobre las metodologías de cálculo son excusa y forman parte del posicionamiento ideológico. En cualquier caso, se confunden tres elementos: la parte de la progresividad de los tributos, el mecanismo de financiación autonómica vigente, y la acción del Estado sobre el territorio en ejercicio de sus propias competencias. Sobre la progresividad, centrada mayormente en el IRPF, deberíamos poder reconocer las diferencias entre el peso de la renta catalana sobre la total española (un 18,9%), y el peso de la recaudación por IRPF sobre la total de la recaudación española (un 22,1%), excluidos los recargos propios (0,9%). Ésta sería la progresividad fiscal personal, a transferir solidariamente si así se estima. Una cifra que explica muy poco el déficit fiscal observado. En cuanto a la financiación autonómica, aunque con fluctuaciones, ésta se sitúa más o menos, en términos nominales, en torno al peso poblacional (un 16% de la población total española), pero en un 14,8% en términos reales de capacidad de compra. En el diferencial de este porcentaje respecto al de la renta (y no digamos, ya, al de la recaudación fiscal total) radica una parte importante del saldo fiscal desfavorable para Cataluña. A esto, finalmente, cabe añadir el peso de la inversión territorial ejecutada por el Estado en Cataluña respecto a la inversión total española. Aquí Cataluña se ha quedado en un 10,2% muy lejos de su peso demográfico y de la economía catalana, y no digamos ya de su capacidad fiscal. En los dos últimos cómputos, y no en el primero, encontramos el déficit fiscal. Ciertamente, serían necesarios nuevos gastos en sustitución de los que hace el Estado ahora, pero hay que tener en cuenta también que el impacto de éstos sumarían al PIB del país, y no al de la Madrid central.