La transición de poder en la Unión Europea se va complicando por momentos. Faltan solo unas semanas para el relevo al frente de las instituciones comunitarias, pero las herencias de las fracturas institucionales y políticas se superponen y profundizan. Divisiones sobre las guerras en Ucrania y Oriente Próximo y divergencias sobre el poder institucional de una Unión que acumula cada vez más competencias en una Unión cada vez más intergubernamental.
“La UE no está unida porque vive del pasado”, decía este lunes en Barcelona la exministra Arancha González Laya hablando de la guerra en Gaza. La UE es "incapaz de superar el peso de una historia que no la deja proyectarse hacia el futuro", que limita su capacidad de influencia. Son líneas de fractura que se profundizarán en los próximos meses tanto en la fatiga de la guerra en Ucrania como en la escalada de tensión en Oriente Próximo.
En un mundo cada vez más transaccional, la UE deberá empezar construyendo consensos internos. Y, en eso, la distancia entre Bruselas y algunas capitales europeas también se ensancha.
Con el motor franco-alemán más débil que nunca, por las batallas internas que rasgan la coalición del canciller Olaf Scholz y por un gobierno francés totalmente dependiente de la agenda y los votos de la extrema derecha de Marine Le Pen, Ursula von der Leyen tendrá aún más poder en este segundo mandato al frente de la Comisión Europea. La alemana ha sabido ejercer el presidencialismo –que sus antecesores empezaron a imaginar– doblando y centralizando la cultura burocrática de la Comisión.
Pero esta debilidad de París y Berlín, que le ha dado el control total de la maquinaria comunitaria, choca, en cambio, con unos estados miembros cada vez más desafiantes, especialmente en el este de la Unión. Las comparecencias de la semana pasada en el Parlamento Europeo fueron una primera escenificación de una legislatura en la que la fragmentación interna puede convertirse en la primera de las debilidades de la UE. Von der Leyen y el primer ministro húngaro, Viktor Orbán –que comparecía en calidad de presidente de turno de los Veintisiete– no se ahorraron el intercambio de reproches ante el hemiciclo de Estrasburgo. Von der Leyen le reprochó su acercamiento a Vladimir Putin y lo acusó de permitir la interferencia extranjera de Rusia y China en la UE, y Orbán se presentó como víctima de una "crucifixión" política.
Esta semana es Polonia quien ha desafiado a Bruselas con sus planes de expulsar a migrantes en la frontera con Bielorrusia. La propuesta del primer ministro, Donald Tusk, pretende "la suspensión territorial temporal del derecho de asilo", pero desde la Comisión le recuerdan los compromisos europeos con el cumplimiento de la legislación internacional en materia de derechos humanos y asilo.
La Unión Europea es cada vez más divergente, aunque sus instituciones son mayoritariamente conservadoras porque así lo han decidido las urnas. Pero hay visiones contradictorias que chocan y desafían la maquinaria política.
Las dos dimensiones tradicionales que han guiado décadas de construcción europea –integración y ampliación– chocan, cada vez con mayor contundencia, con un tercer factor clave que atraviesa todo el proceso: la legitimación.
Esta UE, que ha sido reforzada en competencias y en capacidad de supervisión sobre sus estados miembros, y que ha crecido en número y se plantea adhesiones futuras –con la mirada puesta en Ucrania, Moldavia y los Balcanes occidentales–, ha visto cómo se debilitaba, en cambio, su apoyo democrático. No se trata solo de las dificultades para movilizar al electorado, sino que cada vez hay visiones más contrapuestas –también dentro de las propias instituciones– sobre cómo debe ser la Unión Europea y cómo deben repensarse sus poderes legislativos.
El crecimiento electoral del euroescepticismo en general ha empequeñecido lo que se conoce como "consenso permisivo", el visto bueno tácito que, durante décadas, garantizó el apoyo de la ciudadanía al proceso de integración europea. Ya no existe acatamiento acrítico, ni confianza ciega en las decisiones de una construcción vertical del poder comunitario. Esas décadas de consenso permisivo han sido sustituidas ahora por un llamado "disenso restrictivo". No se trata solo de una impugnación en la elevación de competencias en Bruselas o de la multiplicación de propuestas de renacionalización, sino también de una transformación de los mecanismos internos de solidaridad, y un aumento de la contestación y la polarización política.
Estamos ante una UE más fuerte (en competencias) bajo el dictado intergubernamental de unas democracias europeas más débiles. Y esa tensión marcará la próxima legislatura.