Cerdanyola del Vallès / BarcelonaEn la Renfe el odio intenta encontrar un objetivo para no embotellarse: primero las personas con uniforme, después las vías, los trenes y todo el sustrato material de la infraestructura; por último, la esencia misma del contrato social. Hace reír porque parece hecho expresamente: mi labor periodística del día, que tiene poco vocacional y mucho trabajo que necesito para llegar a fin de mes, es retratar el ambiente del Cercanías en hora punta, y, al llegar al estación, me encuentro una distopía laboral. Ni una sola de las docenas de máquinas para comprar billetes que hay en Plaça Catalunya funciona. Yo no soy usuario habitual del servicio infame, y me parece una broma demasiado poco elaborada para ser verdad: es una de las estaciones más grandes del país, a la hora en que obviamente todo debería funcionar, y un par de informadoras de mal humor, pocas palabras y que no hablan catalán nos van diciendo que los aparatos se están reiniciando y que, a grandes rasgos, nos podemos echar hojas. Mensajes de error en las pantallas y ningún ser humano en taquilla para vender billetes (supongo que es demasiado temprano). Los minutos pasan angustiosos, y por los altavoces empieza a hablar una voz que no sirve para abrir sus puertas. Cuando comienzan a funcionar las pantallas, sólo se puede pagar en metálico. “Tarden un rato, vete probando”. Oscilo entre la ira y la impotencia bíblica, pienso en colarme, y acabo perdiendo el tren para mi crónica sobre los trenes. Los expertos dicen que, para evitar la depresión, es necesario politizar nuestros malestares: siento tanto malestar que me apuntaría a varias organizaciones de lucha armada.
Llego a la estación de Cerdanyola del Vallès media hora más tarde de lo que quería, pero todavía me encuentro dentro de la maldita hora punta en la aún más infausta R4. En la estación empiezo la encuesta de batalla: la incomodidad de cabrear a los que van a trabajar enseguida se ve contrarrestada por las expresiones faciales de reconocimiento cuando explico que hago un reportaje sobre la Renfe, que no hace falta que especifique que es para explicar que Renfe es un calvario. En pocos minutos colecciono un “Uf” muy transversal, risas ácidas y anécdotas de veteranos de guerra. “Yo ya he dejado de coger la R4 y cojo el tren más corto”, me dice Mar. “La semana pasada, sin ir más lejos, tuvimos que coger el bus y el metro y llegamos tarde al trabajo y al colegio”, me dice Yanina, mientras su hijo Nicolás aprovecha la condición de niño para correr sin vergüenza hacia uno de los pocos asientos libres. “Una puta mierda”, me dice Édgar. Dentro de los vagones, la actitud corporal que mejor lo resume todo es llevar la capucha de la sudadera puesta en un interior.
¿Qué día son las elecciones?
En comparación con el metro de Barcelona que sí utilizo regularmente, me sorprenden la buena salud de la lectura de papel y un silencio sobrio y respetuoso, amasado en una solidaridad de clase protosindical. El anchoamiento es considerable, aunque mis entrevistados enseguida quieren que haga notar que, cuando un tren falla y el siguiente debe hacer de escoba, la tortura es propia de los peores círculos del infierno. Cuando entro en política, enseguida se me deshace el tópico de que Cercanías es una fábrica de independentistas. De las siete personas con las que hablo, sólo tres saben el día de las elecciones, y ninguna de ellas es capaz de articular una diferencia entre las propuestas de un partido u otro sobre el tema. La queja más repetida es la falta de información, y más de una vez me dicen que los políticos deberían tomar estos trenes para saber el pan que se le da. Pero nadie tiene presente que existe una disputa por el traspaso del servicio ni me transmite ninguna esperanza de que esto resolvería las cosas. Si Cercanías es una cuestión política, no parece que ningún partido haya logrado capitalizar el descontento. Se abren las puertas de Plaça Catalunya y el vagón se vacía como un ventrículo del corazón que se contrae.