“¿El secreto para llegar a los 100? Que me cuidan y tengo a la familia cerca”
Teresa Rusiñol, de 101 años, Isabel Oliva, de 96, y Miquel Pucurull, de 82, explican cómo viven una vejez activa y con salud
Barcelona/Girona"Tengo 101 años y medio”, recalca Teresa Rusiñol, sentada en el sillón con la televisión apagada y las labores a medias sobre la mesa. A estas edades cada mes cuenta, y subraya que cumplirá 102 en diciembre. La receta para haber llegado a los 101 años con esta vitalidad dice que no la sabe, pero insiste en que no se puede quejar. Va poco al médico y se encuentra bien: “No sé el secreto, supongo que me cuidan y me tratan bien, y tengo a mis hijos y a toda la familia cerca”.
La aguja de ganchillo que ha dejado sobre la mesa es lo que le ocupa más horas del día: su especialidad es forrar percheros de todos colores que después regala a todo el mundo que se le ocurre. “Debo de llevar más de mil. Estos percheros han ido a Madrid, Córdoba y Berlín, y han llegado a Venezuela y Argentina”, explica, citando los confina hasta donde llegan sus amistades. Estos días prepara los que regalará a su sexta bisnieta, que está a punto de nacer: “He hecho pequeños y medianos”.
Hacer ganchillo es una de las muchas aficiones que la han acompañado toda la vida, desde que estando sola una adolescente iba cada día por la tarde al cosedor de Rubí, donde hizo amistades que todavía duran. Ahora que hay cosas que ya no puede hacer, es una de sus actividades preferidas: “Esto me distrae más que ninguna otra cosa”, asegura, y recuerda que una vez se "enredó" con una telenovela de la televisión pero la acabó dejando.
Coser, de hecho, ha sido una constante en su vida. De joven, aparte de dedicarse a su familia, a su marido y a sus dos hijos, trabajaba haciendo blondas desde casa. “Éramos tres y cada viernes hacíamos turnos para ir en tren a Barcelona a traer el trabajo”, dice. De su juventud, como pasa con los de su generación, recuerda los estragos de la guerra y la posguerra. Estalló cuando Teresina (así es como la conoce todo el mundo) tenía 17 años y ya era huérfana de padre. Su hermano se escondió para no ir al frente y ella recuerda las visitas clandestinas que le hacían en Viladecavalls, en casa de unos parientes, donde llegaban a pie desde Terrassa y siempre por caminos diferentes, por si los seguían. La memoria no le falla incluso para ir más atrás, cuando con cinco años vivió un año en Alemania siguiendo a su padre, que había ido allí a trabajar, pero volvieron rápidamente a Rubí.
Ahora sus días pasan intentando mantenerse activa, como ha hecho toda la vida y como la edad todavía le permite. Las piernas quizás ya no le van como antes, pero la cabeza, y sobre todo las manos, no paran. Cuando no está cosiendo se dedica a las manualidades. Antes de la pandemia iba a Santa Perpètua de Mogoda a hacer encuadernación y también hacía talleres en Rubí. La casa está llena de testimonios: cajas de madera decoradas y tapetes hechos de ganchillo o encaje de bolillos. Ahora que el coronavirus ha truncado las clases, tiene una profesora a domicilio que le ha enseñado a hacer rosas de papel maché.
Vida social y manualidades
Desde que todas sus amigas están vacunadas, han vuelto los viernes a la terraza del bar La Guitarra, en Rubí, para encontrarse y charlar. “A veces voy a pie, otras necesito la silla”, dice Teresina, que procura, sea como fuere, no perderse la cita. Ha sido un año “muy molesto, sobre todo para la juventud”, reflexiona sobre estos últimos meses.
Poco a poco, con la familia procuran ir recuperando algunas actividades que le han gustado siempre, como ir al teatro. Hace pocas semanas fue a Barcelona a ver el espectáculo del Mago Pop, que le gusta mucho, y por la fiesta mayor de Rubí se apuntó a ver el concierto del Obrador Coral, donde canta su nuera. La música es otra de sus pasiones. Toca muy bien el piano y hasta hace bien poco no había día que no se la oyera practicar un rato con las partituras delante.
Su hermano Josep, maestro de música y director de orquesta, le ponía deberes y tocaban a cuatro manos, explica. Su centenario fue el primero que vivió Teresina, porque Josep murió hace cuatro años cuando iba camino de los 102 años. Desde entonces, confiesan sus hijos, le cuesta algo más ponerse ante las teclas.
Cuando cumplió los 100, dice, le hicieron “todo el show”, y ella, contenta, enseña las fotos de la celebración familiar y de la del casal de abuelos, con representación de zarzuela incluida. No se olvida que vino incluso la alcaldesa a felicitarla y que aprovechó para hacerle una observación: “Le dije que el túnel de luz aquel de Navidad no me había gustado y que más valía gastar el dinero en otras cosas”.
“Lo importante es estar siempre enamorado de muchas cosas”
Nacida en 1924, Isabel Oliva y Prat vivió una segunda juventud cuando se jubiló. Con 70 años empezó a escribir poesía y hasta ahora ha publicado 18 libros, muchos de ellos premiados. Así mismo, ha ganado varios galardones, como el premio ADAC a la Normalització Lingüística i Cultural (2018), los Jocs Florals de Calella (2012, 2016 y 2021) y el premio Recvll de Blanes (2015). Y para acabar, hace solo unos meses Tv3 le dedicó una serie documental, Senyora Isabel, realizada por su nieta.
Oliva era maestra y los últimos años trabajó en la escuela de Font de la Pólvora, un barrio vulnerable de Girona, donde los alumnos todavía la recuerdan. Al principio de jubilarse, con 66 años, buscó todo tipo de actividades para “llenar un vacío muy grande”, el que sintió al dejar el trabajo. Cuidaba de sus nietos, hacía de voluntaria dando clases de catalán, reemprendió las clases de piano que había hecho de pequeña y se apuntó también a clases de pintura. Pero como no encontró su “propia voz” en el mundo pictórico, decidió probar suerte con la literatura. Se apuntó a un taller de poesía que impartía Sam Abrams en la Casa de Cultura de Girona, y se animó a escribir los primeros versos.
Primero presentó las poesías a diferentes premios, que acabó ganando, y con 74 años publicó su primer libro de poemas, Terra de fang. Ahora, con 96 años, ya suma 17 títulos más: el último, La persistència de la memòria, lo presentó este julio pasado, un año más tarde de salir a la luz. “Tuvimos que anular la presentación por la pandemia, pero al final la pudimos hacer”, dice, y recuerda que la sala estaba llena de familiares, seguidores y amigos que no se lo perdieron.
La familia, un apoyo fundamental
Oliva, que es viuda, vive en una casa en el centro de Girona que construyó su padre a principios del siglo XIX, cuando el barrio del Mercadal estaba rodeado de huertos. Dice que no le gusta dar consejos ni “sermonear”, porque no sabe cómo lo ha hecho para vivir tantos años ni cuál es la clave para seguir al pie del cañón con casi un siglo de vida. Pero sí que cree que lo más importante es “no perder nunca las ganas de hacer cosas”. Y lo concreta: “Que estén siempre enamorados de muchas cosas: de una película, de un poema, de un cuadro, de un jardín… Se tienen que buscar siempre cosas de las que enamorarte”.
Un pilar fundamental para ella ha sido su familia: tiene tres hijos, cinco nietos y tres bisnietos que la cuidan y que la van a ver muy a menudo. “Me han ayudado muchííííísimo y me han animado siempre. Por ejemplo, a escribir poesía”. Primero escribía con papel y pluma, después cogió la antigua máquina de escribir, hasta que se atrevió con el ordenador. “Fui a clases para aprender, pero sobre todo me enseñaron mis hijos y nietos. Todavía no lo domino y no sé cómo adjuntar documentos a un correo electrónico, esto no lo logro”.
Aún así, sí que cada día lee el diario online, hace a menudo videollamadas, intercambia correos electrónicos y escucha mucha música. “El vinilo hace tiempo que no lo pongo. ¡Esto de internet es tan práctico! Tienes muchísima música a tu disposición y sin tener que moverte de la silla”. Además, también aprendió a usar el móvil y habla a menudo por mensaje tanto con la familia como con amigas y conocidos, a quienes también envía fotos con las cosas que hace en su día a día.
Isabel hace un tiempo que no puede andar muy bien porque la operaron del fémur y ya no puede pasear a solas. La falta de autonomía es, quizás, lo que más mal le sabe de hacerse mayor. “Antes estaba acostumbrada a ir arriba y abajo, a hacer la mía, pero ahora no puedo ir sola”. Sin embargo, para ella la vejez también tiene partes positivas. “Ves la vida de otro modo y te ilusionas como una criatura”. Y confiesa que si cuando se jubiló hubiera sabido que viviría 30 años más “habría montado una tienda”: “O quizás me habría aliado con alguien más para montar algo sin afán de lucro”, dice riendo mientras acaricia a su gran aliado en casa: Angelet, el gato que la acompaña desde hace veinte años.
“Corro para intentar dejar atrás el día que tenga que depender de alguien”
Con 82 años, Miquel Pucurull se entrena cinco días a la semana para correr el Maratón de Barcelona, que se tiene que hacer en noviembre. A pesar de que procurará continuar corriendo mientras pueda, el año pasado ya decía que la de 2020 sería el último maratón en el que participaría. Por la pandemia, el maratón no se llegó a hacer y Pucurull dice, sonriendo, que está apuntado al de este año. Será el último, porque ya en 2019 tardó algunos minutos más de las seis horas que da de tope la organización en Barcelona –en otros lugares del mundo dan más tiempo– y, a pesar de que le esperaron, no le gusta que lo tengan que hacer.
De alguna manera, corre para “intentar dejar atrás el día que tenga que depender de alguien”, para valerse solo tanto tiempo como sea posible. Pero no solo lo hace por eso. Correr le aporta bienestar, y no solo físico, sino también emocional. Aparte, a pesar de que pueda parecer que correr es un deporte individual, explica que cada uno compite contra sí mismo y, por lo tanto, hay muy buen ambiente. También es un espacio de encuentro, para compartir.
Es en este mismo sentido que Pucurull alienta a todo el mundo a correr, sin que importe la edad. Explica, de hecho, que él se inició a los 40 años y que lo hizo para perder peso. Desde entonces no lo ha dejado nunca. Ahora tiene 46 maratones en el bolsillo y dedica buena parte de su tiempo a alentar personas de todas las edades a correr o, como mínimo, a hacer algún deporte. A la gente joven se lo recomienda sobre todo por la dimensión física, pero explica que a la gente mayor también les ayuda anímicamente. Esta vertiente mental la considera “absolutamente necesaria”.
Así mismo, correr no es la única afición de Pucurull. Ya mientras trabajaba “sentía la necesidad de estudiar”, de formarse. Dicho y hecho, cuando se jubiló empezó a ir de oyente a clases de historia a la universidad. Relata que un día saliendo de clase vio un cartel que publicitaba un curso para hacer el examen de ingreso para mayores de 25 años y decidió apuntarse. Finalmente entró en sociología. Por un problema que tuvo en segundo no llegó a licenciarse, pero cursó los cuatro años.
Nunca es tarde
Durante la última década ha descubierto una nueva afición: escribir. A pesar de que confiesa que no había escrito nunca, “ni cartas a la familia”, ahora tiene un libro publicado. Entró en contacto con la escritura a través de las redes sociales. Después se animó a escribir cartas a los periódicos y finalmente publicó Mai no és tard, donde habla sobre correr y sobre qué relación tiene el deporte con su vida.
Pero “nunca es tarde” es, de hecho, una frase que se aplica en el día a día. Correr, estudiar en la universidad o escribir son algunos ejemplos, pero no se queda aquí. Este último año, por ejemplo, se ha aficionado a jugar a ajedrez por internet y últimamente también ha empezado a disfrutar de la música –una de las pasiones de su mujer– a medida que se ha ido haciendo mayor y ha podido ir a algún concierto, explica.
Todas estas aficiones tienen en común dos cosas vitales. Primero, que todas las hace porque quiere, con ganas y que con todas se lo pasa bien. “Hace que me encuentre muy bien”, dice sobre correr. “Me lo pasé muy bien”, añade con una sonrisa cuando recuerda el curso de mayores de 25 años y la universidad. “Me lo paso pipa”, afirma sobre el ajedrez.
Pero igual o más importante es que comparte sus pasiones. Ha encontrado en la familia un espacio para compartir; dice que lo ayudan “mucho” y que le apoyan “en todo”. Sobre todo, sin embargo, agradece a su mujer que no haga que se sienta “viejo”, en el sentido que le ”estimula” y le ayuda. “He tenido mucha suerte”, dice, mientras recuerda que cada vez se oyen más casos de edadismo –estigmatizar o prejuzgar a alguien por su edad–, que hay muchas personas mayores que se sienten abandonadas y otras a las que incluso “se las vapulea”.
Para él, el secreto de envejecer bien es tener “salud física y mental” y, a pesar de que admite que es un “afortunado”, cree que en general esta buena salud se tiene que buscar, trabajar. “No tendrías la suerte de tener salud si te sentaras en un sofá las 24 horas del día, no tendrías salud mental si no hicieras sudokus o si no leyeras”, dice para poner algunos ejemplos. Por eso cree que, dentro de las posibilidades de cada uno, “lo que se tiene que hacer es poner los medios” para tener salud.
Buscando el secreto de la juventud eterna mucha gente le pregunta a través de las redes sociales cómo lo hace. “No tiene tanto secreto”, afirma. “A veces me preguntan por internet: «¿Usted qué come?» Como todo el mundo, ¡demasiado pasteles, como!”