Humanos manipulados genéticamente: ¿sí, no, por qué?
Las técnicas de edición genética abren uno de los retos más importantes que tenemos como especie
Cuando hablamos de la modificación genética nos imaginamos a ejércitos de soldados clónicos diseñados para ser más obedientes o héroes de cómic con capacidades sobrehumanas. Los avances de la última década han hecho que debamos plantearnos seriamente qué pasaría si todos estos sueños (o pesadillas), hasta ahora patrimonio de la ciencia ficción, se acaban convirtiendo en realidad.
Estamos acostumbrados al concepto de alterar el ADN de seres vivos. Por ejemplo, consumimos alimentos elaborados con plantas a las que se ha añadido genes para resistir parásitos. El procedimiento se aplica también a animales, que se utilizan sobre todo para investigar: son necesarios para entender cómo funcionan los procesos vitales y descubrir nuevos fármacos. La posibilidad de ir un paso más allá y hacerlo en humanos ha estado siempre presente. Al fin y al cabo, el ADN es idéntico, en cuanto a estructura y componentes, en todos los seres vivos. Pero no es tan sencillo: las peculiaridades de nuestra biología complican mucho el procedimiento.
Todo cambió con la llegada del CRISPR/Cas9. Se considera que llevó como una democratización de la edición genética, porque ahora puede hacerse con mucha precisión, pocos conocimientos previos y un presupuesto bajo. Por primera vez, la idea de manipular humanos era factible. Efectivamente, en 2018 pasábamos de la teoría a la práctica cuando el biofísico chino He Jiankui anunciaba que habían nacido las primeras personas con alteraciones genéticas. El debate no puede retrasarse: ¿deben permitirse estas manipulaciones?
Objeto y objetivo de la edición
Hay dos grandes formas de modificación, que plantean problemas morales distintos. La menos conflictiva es la modificación en adultos porque los efectos son puntuales: solo se cambian los genes de un grupo de células de la persona que los recibe. Mucho más polémico es modificar un embrión, como el experimento del doctor He. En ese caso, todas las células de la persona tendrán la alteración, incluso las germinales: es decir, no solo ella, sino toda su descendencia nacerá modificada. Hay que valorar si debemos permitir tomar decisiones que pueden definir la existencia de cientos de personas que todavía no han nacido.
Otra distinción clave es si modificamos el ADN para curar y prevenir enfermedades o para mejorarnos. El primer uso sería fácilmente aceptable para mucha gente. Podríamos, por ejemplo, diseñar humanos resistentes al cáncer. Tenemos los conocimientos (ya se ha realizado con ratones) y las capacidades; solo faltaría entender bien los posibles efectos secundarios. Sin tener que manipular embriones, ya estamos cambiando los genes de linfocitos para que destruyan células cancerosas en lo que se conoce como CAR-T, una de las nuevas inmunoterapias que puede mejorar el pronóstico de muchos cánceres. Se trata de intervenciones en adultos que no se hacen todavía de forma rutinaria (son caras y complicadas), pero cada vez serán más frecuentes. En el futuro podremos tratar muchas enfermedades de esta forma. Por ejemplo, podremos introducir el gen de la insulina en células del páncreas para eliminar la diabetes.
Modificarnos para mejorarnos plantea más dudas, porque intervienen factores subjetivos (¿qué se considera mejor?). Ahora podríamos cambiar el ADN de un embrión para definir, en parte, el aspecto de la persona. Incluso podríamos insertar genes de animales para aumentar la resistencia, la agudeza visual, etc. Las posibilidades serán mayores a medida que descubramos los genes que determinan cada característica física o mental. Pero para hacerlo posible tendremos que superar tres obstáculos.
Lo importante es estar seguros de que no provocamos efectos indeseables. Aún no entendemos todas las consecuencias de usar el CRISPR y no podemos permitirnos crear modificaciones inesperadas. Lo segundo es entender bien la función de los genes que alteramos. No siempre es fácil, porque la mayoría realiza más de un trabajo. En el ejemplo anterior, suprimir el cáncer podría llevar a una aceleración del envejecimiento, lo que anularía cualquier ventaja que hubiéramos conseguido.Finalmente, el último obstáculo será el que nos ponemos nosotros mismos: la moral de cada cultura determinará hasta dónde está dispuesta a llegar.
Un gran reto como especie
Sin embargo, la caja de Pandora ya se ha abierto y es imposible volver a cerrarla. Mientras debatimos qué leyes es necesario aprobar para regular la edición genética, es posible que en algún sitio alguien esté pensando en el próximo experimento. Más que decidir si debemos manipularnos o no, el debate debería ser qué haremos cuando esta posibilidad empiece a ser asequible, porque si es técnicamente posible, se acabará haciendo. ¿Vamos hacia un futuro distópico en el que los más ricos serán mejorados y los demás continuarán con las limitaciones actuales? ¿Aumentará aún más la fractura entre países desarrollados y el resto cuando la tecnología se popularice? ¿Acabaremos generando una especie distinta, los llamados posthumanos, que ya no se parecerá al Homo sapiens? ¿O, en cambio, seremos capaces de utilizar de forma sensata estos avances para, a la larga, erradicar para todos una serie de enfermedades e inconvenientes? Esto, que antes era un dilema propio de la ficción, puede ser el reto más importante que hayamos tenido que afrontar jamás como especie.