BarcelonaEl prurito nacionalista derivada del Renacimiento generó un movimiento de solidaridad entre intelectuales castellanos y catalanes que dio muchos frutos: no todos los que quizás se ansiaban, pero sí un grupo. Desde 1888 hasta 1984, ya en plena transición democrática, se produjeron. varios contactos y encuentros entre unos y otros, empezando por el intercambio epistolar entre Marcelino Menéndez y Pelayo y Antoni Rubió i Lluch. Menéndez no tenía nada en contra de la lengua o la literatura catalanas, y preció muchos frutos. Joan Maragall y Miguel de Unamuno y Francisco Giner de los Ríos, facilitados por el hecho de que Maragall, a su vez, no mostraba ninguna animadversión radical hacia España. Ambas culturas, la catalana y la castellana, alcanzaron cierto acuerdo de respeto mutuo a la Universidad Autónoma de Barcelona en los años de la Segunda República.
Y después, en pleno franquismo, una retahíla de hombres de letras e intelectuales castellanos y catalanes se encontraron en Segovia, Salamanca y Sant Jaume de Compostela, en los años 1950, siempre con la intención de tender puentes entre las dos culturas y facilitar que tanto la enseñanza del catalán como la edición de libros en nuestra lengua avanzaran al menos un poco: es mejor que nada. Por parte castellana, estuvieron presentes en todos o alguno de estos encuentros hombres que habían sido de filiación falangista y quizás ya no lo eran, pero que, en cualquier caso, estaban dispuestos a facilitar un diálogo, por tímido que fuera, entre Cataluña y el régimen franquista. Dionisio Ridruejo y Carlos Riba fueron los dos asistentes más señalados en estos encuentros. Por turnos, no faltaron Enrique Tierno Galván, José Luis López Aranguren, Pedro Laín Entralgo, Juan Manuel Caballero Bonald, Julián Marías y José Antonio Maravall, por un lado; y Joan Triadú, JM Castellet, Joan Oliver, los Manent, Antoni Badia i Margarit, Antoni Comas, Víctor Hurtado, Joan Raventós, Ernest Lluch y Mauricio Serrahima, por otra.
Sumándolos todos, hubo incluso un acuerdo para considerar a Catalunya una nación y para impulsar, eso sin éxito, la idea de un estado como federación de naciones. El problema que siempre se manifestó residía en una observación muy frecuente: Cataluña poseía una fuerte tradición federalista –también una fuerte tradición separatista, que es la que acabó imponiéndose en el tiempo del llamado Proceso–, pero esa tradición no poseía ningún equivalente al resto de las tierras de España. Por eso sigue vivo el dilema entre separarse del todo o avenirse bajo un régimen federal: viene de lejos.