BarcelonaEl pasado fin de semana, dando una vuelta por el Indilletres, me detuve a hablar con el Miguel Adam, factótum del despampanante La Segunda Periferia, una editorial que desde que nació pronto hará ya cinco años, ha publicado grandes cosas tanto de aquí (Pazos, Veciana, Gilibets, etc.) como de fuera (Keret, Szabó, la María Antonieta de Stefan Zweig, etc.). Adán me decía que por primera vez en aquella feria no había traído todos los libros; algunos, a regañadientes, los ha tenido que abandonar: después de hacerse un harto de trajinarlos arriba y abajo, ya no vienen. Me explicó también que hace poco ha sacado un par de libros buenísimos –no los he leído todavía, pero sí que hacen muy buena pinta– que están pasando desapercibidos, tanto entre la crítica como entre los lectores. Y eso, por supuesto, es frustrante.
La vida de los libros es cada día más corta. Preocupantemente corta, de hecho. Los longsellers (los libros que se venden poco a poco, pero a lo largo de muchos años) son la excepción. .El ciclo de vida se ha acelerado, quizás debido, en parte, a la estacionalización que se ha promovido desde el sector y que se concreta en las campañas: la de Navidad, la de Sant Jordi, la de verano y la de la reanudación Tenemos un evento para cada estación del año, y cada campaña, naturalmente (?), debe contar con sus propias novedades. rotaciones en las tablas de novedades y condenas a la balda que no se mira casi nadie. Salvo que pase algo extraordinario como un premio (la resurrección de los libros Han Kang a raíz del Nobel es un ejemplo), un efecto boca-oreja fenomenal (la imparable Las bragas al sol, de Regina Rodríguez Sirvent) o la muerte del autor, podríamos decir que, en general, un libro está definitivamente muerto al cabo de un año, después de pasar por las cuatro campañas como Jesucristo pasó por las catorce estaciones del Vía Crucis. Pero la realidad es que la vida del libro es mucho más corta que eso, porque, tras la primera campaña que tropieza, comienza ya la agonía. Hace poco alguien, os juro que no recuerdo quién era pero me suena que era un escritor de los que vende bastante, decía que un libro está muerto al cabo de un mes de nacer. Y un poco sí es eso: al cabo de un mes el autor ya ha hecho todas las entrevistas y ha visitado todos los programas, aunque todavía peregrina por las librerías, donde se dedica a una especie de puerta a puerta por a ganarse a los lectores uno por uno.
Si no lees los libros cuando toca, mejor que te los saltes
La raíz del problema es doble. Por un lado, el frenesí capitalista nos empuja a un consumo continuado e insaciable de todo: la moda, el renting de los coches, los muebles etc., todos los productos por lo general tienen ahora una vida más corta. Por otro, la saturación del mercado: cuantos más libros, menos tiempo y espacio para cada uno. Todo esto me hace pensar en ese cuento de Kurt Vonnegut titulado «2 BR 0 2 B» que transcurre en un mundo en el que la muerte natural ha dejado de existir; para controlar la población recurren al infanticidio o al suicidio asistido, es decir, que para que nazca una persona nueva debe morir otra. Con los libros ocurre un poco lo mismo, la superpoblación editorial exige unos mecanismos de control poblacional que conllevan matar libros que todavía podrían vivir mucho más tiempo, y al mismo tiempo, no permite que algunos recién nacidos se desarrollen como es debido.
La verdad es que en los medios hay poco espacio para los libros que no son novedad estricta. Los periodistas culturales están sepultados por un alud tan enorme de libros recién deshuesados que no pueden permitirse mirar atrás. También los lectores no profesionales vamos sin querer a rebufo de esta forma de leer (cuántas veces he visto en las redes a alguien que se medio disculpa porque acaba de leer un libro de hace un año o dos, como si esta tardanza fuera motivo de vergüenza ). Fabricamos libros con fecha de caducidad: si no los lees cuando toca, mejor que te los saltes. Son libros con obsolescencia programada. Lo curioso es que ese acortamiento de la vida de los libros ocurre a pesar de que no parece que a nadie le interese en especial: ni a los editores ni a los libreros ni, mucho menos, a los autores. Y, sin embargo, todos actuamos según las normas que impone esta maquinaria que nadie gobierna.
A veces me pregunto cuáles serán los libros actuales que pasarán a la posteridad, si es que en la postpostmodernidad sigue existiendo lo de la posteridad, ya veces me respondo que nada pasará a la posteridad porque nada habrá sido suficientemente procesado ni digerido. Y quizás tampoco sea ninguna tragedia que sea así.