Ensayo musical

Pasión por el ruido: bronca, furia y lucha de clases en la música

Oriol Rosell publica el ensayo 'Un cortocircuito formidable. De los Kinks a Merzbow: un continuum del ruido'

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Pedales de distorsión preparados para el ruido.

BarcelonaVolumen por encima de la tolerancia humana, como el del grupo de heavy metal Manowar. Distorsión fruto del aburrimiento y la angustia, como la de la banda de noise pop The Jesus and Mary Chain, o proyectada como reclamo sexual, como la de la canción You really got me de The Kinks. Afinaciones abominables pensadas para convertir el death metal en la banda sonora de la abyección. Velocidad rítmica nacida para aturdir, como la del metal extremo. Estridencias sin Dios ni amo como las de la música industrial y el japanoise. Ruido blanco para enaltecer brutalidades y asesinos en serie, como hacían Whitehouse. Sonoridades saturadas de rabia, frustración, indignación, resentimiento o... totalitarismo.

El ruido considerado como una de las bellas artes podría ser un título irónicamente alternativo para el ensayo Un cortocircuito formidable. De los Kinks a Merzbow: un continuum del ruido (Alpha Decay, 2024), del crítico y divulgador musical Oriol Rosell (Barcelona, 1972). La relación de la música y el ruido en la cultura popular desde la segunda mitad del siglo XX, ya sea la asimilación del ruido en las convenciones musicales o la enmienda a la articulación musical, es el hilo que Rosell estira para explicar historias musicales y subculturales de confrontación, caos y epifanía. Bronca, furia, conflictos generacionales y lucha de clases salpican más de doscientas páginas que se pueden leer también como un recorrido por carreteras secundarias sin farolas ni gasolineras pero llenas de propuestas más o menos excitantes, desatinadas o desafiantes.

“El eje del libro es el empleo del ruido como enmienda crítica a los valores de su tiempo y brecha a través de la cual se vislumbra la posibilidad de otros mundos”, escribe Rosell. Este desgarro es también la puerta que el autor utiliza para adentrarse en el análisis del ruido “como rasgo identitario que permitió que los jóvenes se emanciparan culturalmente de los adultos” (el rock'n'roll), “como agente empoderador” (el heavy metal), “como portador del mal” (el black metal), “como celebración de la insensatez” (algunas expresiones de vanguardia) o como espejo de sociedades neuróticas, entre otros. El ruido, al fin y al cabo, utilizado para hablar de artefactos culturales y sociopolíticos (sobre todo anglosajones y japoneses) que tan pronto podían proponer la destrucción total como vislumbrar sociedades más justas. Y el ruido también como crónica de un fracaso, porque la industria musical es un enemigo formidable capaz de desactivar estallidos subversivos como el punk y de condenar a la marginalidad y la irrelevancia a quienes no se dejan asimilar.

Un cortocircuito formidable es un ensayo muy recomendable, y el bagaje de Oriol Rosell juega muy a favor: un bagaje teórico, ligado al trabajo como profesor de historia y estética de la música electrónica, narrativa audiovisual y dramaturgia del sonido; otro práctico, como artista de música experimental; y un tercero sociocultural, por el contacto directo o indirecto que ha tenido con subculturas como el punk, el heavy metal y la música industrial. Con todo ello trenza una narración bien documentada que funciona como una derivada salvaje del ensayo El ruido eterno de Alex Ross. De hecho, existen conexiones inesperadas entre ambos libros, como la disonancia, el trítono (el intervalo del diablo) y el ruido, que Ross recuerda que estaban presentes en la ópera Salomé de Richard Strauss, y que ochenta años más tarde fueron elementos constitutivos del death metal, tal y como constata Rosell. Lo mismo ocurre con aquella “confusión en vez de música” con la que el estalinismo sentenció en los años treinta la ópera Lady Macbeth de Mtsensk de Shostakovich, y la animadversión con la que fue recibida en los años 70 la peligrosa deconstrucción del pop que hicieron los británicos Throbbing Gristle.

Entre las aportaciones más interesantes de un libro en el que el autor se permite divertidas insolencias (sobre todo a propòsito del grunge y el britpop), está la parte dedicada al heavy metal, la subcultura obrera que despliega la lucha de clases en un combate por dominar el volumen como demostración de poder simbólico para hacer frente al poder real, y donde la fe en el mismo heavy metal es la mejor defensa. Igualmente destacables son los capítulos sobre la música industrial, en los que Rosell sabe distinguir entre el grano (la voluntad transformadora de unos) y la paja (el narcisismo de otros).

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