Una chapuza beethoveniana
Gustavo Dudamel no aporta nada a una ópera como 'Fidelio', semiescenificada en el Gran Teatre del Liceu
- Los Angeles Philharmonic, dirigida por Gustavo Dudamel
Semana Dudamel en Barcelona: dos funciones de Fidelio en el Liceu y, en el Palau de la Música, ensayo matinal abierto previo al concierto del martes, siempre con la Filarmónica de Los Angeles. El carisma del director venezolano le acompaña por todas partes y sus acólitos son legión. Lo demostraron los espectadores que la noche del lunes en el Liceu, tras exhibir muestras de "exquisita educación" (teléfonos sonando, tos mal disimulada, grabaciones con el móvil) le jalearon de pie.
Todo esto después de un Fidelio beethovenià anunciado como versión en concierto y que finalmente fue semiescenificado, con orquesta y director en el foso y con cantantes (solistas y corazón) doblados por actores que, con lenguaje de signos supliendo los diálogos hablados y con gestualidad voluntariosa en las partes cantadas, protagonizaron una velada que dista mucho de haber sido satisfactoria.
En primer lugar, por un nivel musical de corrección y poco más. Dudamel es un gran director, ciertamente, pero creo que no aportó nada a una ópera como Fidelio: la suya fue una lectura plana, poco refinada y demasiado pendiente de efectismos innecesarios frente a la orquesta californiana, buena pero a años luz de otras formaciones –también norteamericanas– que podrían habernos hecho vibrar intensamente a lo largo de dos horas de audición. Cumplidora la formación coral, integrada por la formación de la casa y por el Coro de Cámara del Palau de la Música.
El nivel global de los solistas tampoco pasó de la corrección, a pesar de algunas ovaciones después de la escena ¡Abscheulischer! de Leonora, a manos de la notable soprano Tamara Wilson. Mucho mejores los secundarios, especialmente la Marzelline de Gabriela Reyes y el Jacquino de David Portillo. Muy solvente el Rocco de James Rutherford y chorro vocal generoso –pero no muy controlado– el del tenor Andrew Staples al servicio de Florestan. Decepcionante al Pizarro, poco autoritario y sin carisma, de Shenyang, y anodino al Don Fernando de Patrick Blackwell.
El problema del espectáculo, y lo que le convierte en una chapuza sin precedentes, es la solución escénica. Hacer un espectáculo integrador, apto y asequible para personas con sordera, es loable y plausible y extensible a otros espectáculos, musicales o no. Pero las cosas deben hacerse con unos mínimos de calidad estética. Y ésta brilló por su ausencia con las ocurrencias de Alberto Arvelo (director de escena) y con el vestuario imposible de Solange Mendoza. El ridículo movimiento escénico y el inexistente criterio dramatúrgico contribuyeron al buñuelo mayúsculo. Hay finales de curso escolar mucho más dignos e interesantes que lo que se vio sobre el escenario del Liceu. Una escenificación que producía vergüenza ajena en su conjunto.