El movimiento slow food promueve el consumo de alimentos autóctonos y de producción local. Ahora bien, ante una moda como la del aguacate, “se tienen que encontrar paliativos”, afirma la presidenta de Slow Food Barcelona, Chiara Bombardi. Significa procurar consumir de proximidad. Sostiene que así se ayuda la economía local, se minimiza la contaminación del transporte -uno de los grandes contribuidores al cambio climático- y seguramente el alimento es más sano, porque la producción está sujeta a regulaciones estrictas y puede ser más fácilmente de temporada. En el caso del aguacate de proximidad, va de noviembre a mediados de primavera, y la del kiwi es similar.
Frutas exóticas y verduras japonesas... de proximidad
Algunos ingredientes de otras culturas gastronómicas se empiezan a cultivar en nuestro territorio y no hace falta que recorran medio mundo para que disfrutemos de ellos
BarcelonaLa cocina ya no entiende de fronteras. Hasta no hace mucho, a menudo había que recurrir a productos importados para hacer platos originarios de otras culturas gastronómicas. A veces incluso tenían que ser deshidratados o procesados, porque frescos no habrían aguantado un largo trayecto en condiciones, pero los tiempos cambian, y cada vez hay más alimentos exóticos que también se producen de proximidad. Hoy en día se pueden comprar o encontrar en los restaurantes kiwis, aguacates, wasabi, setas shiitake, carne de ternera wagyú y un largo etcétera de productos que ya no hace falta que vengan en avión. Es una manera de reducir la huella ecológica, de hacer que lleguen a la mesa con la máxima frescura posible y de promover nuevas oportunidades para un campesinado que agoniza por los bajos precios que perciben por sus cosechas.
Del aguacate se vive una auténtica fiebre -se lo llama “el oro verde”-, hasta el punto que en países como México se ha convertido en una amenaza para los bosques, además de ser un incentivo para el crimen organizado. Como alternativa, se pueden encontrar algunos mucho más próximos, como por ejemplo de Málaga, pero también catalanes. La Calafa es un micronegocio de una familia de Alcanar (Montsià) que hace una década, espoleada porque cada vez les pagaban peor los cítricos, intentó cultivar mangos, guayabas y aguacates. Este último es “el que aguantó mejor”, explica Agustí Grau, que lleva La Calafa con Meritxell Vidal. A pesar de que el aguacate pide mucha agua, está convencido que consumir el de aquí siempre será más respetuoso con el medio que el del otro lado del Atlántico. En 2022 espera retomar las visitas a la finca paradas por la pandemia.
Entre los pioneros del kiwi de proximidad encontramos a Prosmokiwi, de Torrefarrera (Segrià), que se inició en 2005. A Teresa Morell, que se hace cargo de la explotación con sus hijos, no le gustaba esta fruta cuando emularon a un electricista de Bellpuig que ya la cultivaba. “Sí que te gusta, pero no lo sabes”, le garantizó aquel hombre. Morell ahora sí que la come: cosechan kiwis en el momento idóneo para que tengan un buen contenido en azúcares y no antes de tiempo para aguantar el trayecto en avión. Arrancaron los melocotoneros y las nectarinas para plantar seis hectáreas de kiwis y el cambio les ha resultado rentable. Incluso hay multinacionales que les han hecho propuestas, pero quieren seguir como negocio familiar. “Lo primero que tienes que ofrecer es calidad”, subraya Morell, a pesar de que no es coser y cantar: hay que esperar unos cuantos años hasta que el árbol es productivo y adaptar bien el riego, puesto que también quiere mucha agua. Como el aguacate, el kiwi está en expansión. Hasta medios de agosto, está en marcha una campaña de crowdfunding para plantar algunos de sus árboles en Llinars del Vallès (Vallès Oriental). La sacan adelante la cooperativa Tarpuna y la empresa familiar La Saó Vallès. La voluntad es conseguir al menos 11.417 euros para empezar con media hectárea. Albert Teruel, de La Saó, explica que tanto en las cestas de fruta y verdura que preparan como en los mercados donde venden, “el kiwi tira bastante”. Por ahora lo tienen de Galicia y alguna vez del Maresme, pero considera que “si puede ser de casa y ecológico, mejor”. Según Teruel, “todo el mundo consume kiwi, pero no nos paramos a pensar de dónde viene”, y recuerda que a menudo se cosecha verde y madura en cámaras o con aditivos.
Productos nipones en cantidades industriales
El interés que despierta la cultura japonesa se ha disparado en los últimos años, lo que ha favorecido que en Catalunya también se cultiven productos propios de la gastronomía del país nipón. El wasabi, familiar entre los amantes del sushi, es un rábano picante. Casi siempre se presenta como una pasta procesada, pero poco tiene que ver con el wasabi verdadero, que se ralla al momento si es fresco: lo cultiva Yamaaoi en Viladrau (Osona). Al frente del negocio está Pau Gelman y Arnau Riba, que se han convertido en los pioneros del wasabi del sur de Europa. A pesar de que investigando vieron que es “uno de los cultivos más complejos del mundo”, en 2016 hicieron una prueba con 300 plantas y en 2018 crearon la empresa, rememora Gelman. “Las hemos pasado de todos colores y todavía tenemos la sensación de que no controlamos el cultivo todo lo que querríamos”, admite. El wasabi no es muy amigo del clima mediterráneo -de una finca de 60 hectáreas del Montseny, el espacio apto para cultivarlo no llega ni a una-, pero en Yamaaoi también importan y están satisfechos con la calidad del que ellos cultivan.
En el caso de Ebio Vegetal, de Pals (Baix Empordà), son una pareja japonesa, Hidenori y Nami Futami, quién desde 2016 cultivan con criterio ecológico verduras que son habituales en el país asiático, como el negi (un tipo de puerro muy utilizado en su cocina), los edamame, la calabaza japonesa, los nabos y, en algunos casos, en formato mini, el daikon o rábano blanco, además de algunas hierbas. Después de tener un restaurante de cocina española cerca de Kobe, decidieron mudarse aquí. Para Hidenori, “la frescura de las verduras es muy importante”, y añade: “La agricultura ecológica también es importante, pero creo que lo primero que se tiene que hacer es conocer a un agricultor a quien le puedas ver la cara”.
En Bolet Ben Fet, que forma parte del Grup Cooperatiu TEB, cultivan setas en Sant Antoni de Vilamajor (Vallès Oriental), en el regazo del Montseny. El gerente de la empresa, Carles Díaz, empezó hace 23 años asesorado por Enric Gràcia, un micólogo experimentado que se encargaba del programa Caçadors de Bolets, de Tv3. Gràcia le sugirió cultivar shiitake, que “es la segunda seta que más se come en el mundo”, indica Díaz, y con los años se ha hecho un ingrediente cada vez más conocido también aquí. Las setas “son productos extraperdibles”, resalta, que cuando viajan “pierden un poco el gusto, los aromas e incluso las propiedades saludables”. También tienen maitake o gírgola de castaño, una seta autóctona del Montseny pero muy escasa.
Més allá de los vegetales, existe Wagyú Empordà, un negocio familiar de Parlavà (Baix Empordà) que tradicionalmente se ha dedicado a la leche. Desde 2018 también comercializa carne de ternera de un cruce entre la raza frisona y la wagyú negra, originaria de Japón, y que es famosa por la grasa que contiene y que hace que se deshaga en la boca. “Somos pequeños y con la leche no podemos competir, así que hemos buscado algo exclusivo y de calidad para podernos diferenciar de la competencia, y que con poca cantidad pueda hacer viable la explotación”, relata Aleix Parnau, que se encarga del negocio con sus padres. La carne de wagyú está rodeada de algunos mitos, como que a las terneras se les da cerveza. En la alimentación de las ampurdanesas sí que hay residuo de la cerveza artesana DosKiwis, que es lo que queda del grano que se usa para elaborarla, pero no la bebida.
El lúpulo no triunfa en casa
Otro cultivo inédito hasta no hace tantos años en Catalunya era el lúpulo, uno de los ingredientes básicos de la cerveza. Jordi Sánchez creó Lupulina en 2013 en Cassà de la Selva (Gironès) con la idea de ofrecer lúpulo de proximidad a los cerveceros artesanos locales. Las cosas no han ido como esperaba, porque muchos prefieren lúpulos de lugares más lejanos porque es más barato o encuentran más variedades para elegir. “Estoy vendiendo más fuera que aquí”, especialmente en Francia, admite Sánchez. A pesar de esto, sostiene que usar materia prima local da valor añadido a la cerveza artesana porque es un apoyo para la economía local y pasa lo mismo con la uva y el vino: el lúpulo aporta unas singularidades determinadas según donde se cultiva.