El Afganistán que los talibanes no quieren que veas

“Mi vida es igual de desgraciada con o sin talibanes”

Las mujeres sufren violencia en Afganistán, independientemente de quién esté en el poder

La Raihona, en casa suya en Kabul con su hijo Mohammad y su hija Nada.
4 min

KabulEste artículo forma parte de la serie 'Viaje al Afganistán que los talibanes no quieren que veas' que publica el ARA este abril y que firma nuestra enviada especial Mònica Bernabé.

Tiene una protuberancia en el cuello que hace daño a la vista verla. Es la cicatriz que le ha quedado después de que su marido le tirara gasolina por encima y le prendiera fuego. Raihona Nuri tiene 32 años, vive en Kabul y dice que sufrió lo que no está escrito. Se salvó de milagro. Estuvo tres meses ingresada en el hospital. “Rezo cada día para no tener este dolor”, suspira. El cuello le duele mucho.

Shamim tiene 46 años, también vive en Kabul y rompe a llorar cuando se le pregunta por su hijo. Su marido lo vendió cuando solo tenía siete días de vida para comprar droga. Estaba enganchado a la heroína. “No lo olvidaré mientras viva –dice la mujer mientras se seca las lágrimas–. Ahora el niño tendría 9 años”.

Es decir, eso ocurrió en 2013, cuando las tropas extranjeras aún estaban en Afganistán y la comunidad internacional financiaba al gobierno afgano. A Raihona su marido también la quemó en esa misma época. “Estaba embarazada de dos meses de mi segundo hijo”, recuerda. Ahora el niño tiene tres años. Los talibanes todavía no habían regresado al poder.

Las dos mujeres aseguran que su vida no ha cambiado con o sin talibanes. Continúa igual de desgraciada. Su historia es un ejemplo de la violencia que las mujeres sufren en Afganistán, independientemente de quién esté en el poder. Así lo avalan informes de las Naciones Unidas y de asociaciones de defensa de los derechos humanos.

Sometida al marido

Raihona asegura que su marido la maltrató desde el primer día. “Apenas me dejaba salir de casa”, lamenta. Antes de casarse era profesora en un orfanato donde ella misma se había criado hasta los 14 años. A partir de esa edad, su tío se hizo cargo de ella y la casó con ese hombre que le hizo la vida imposible. “Cuando me quejaba, mi tío me decía que aguantara, que el deber de una esposa es hacer lo que dice el marido”, explica.

Hasta que un día su marido le prendió fuego. “Me tiró gasolina por encima cuando estaba cocinando. El combustible se encendió enseguida con la llama del fogón”. A pesar de eso, el hombre no fue encarcelado. “Su hermano trabajaba en el ministerio del Interior y me advirtió de que, si lo denunciaba, se encargaría de arruinarme aún más la vida”, asegura la mujer. Durante años no ha sabido nada de él, hasta que recientemente la llamó por teléfono para exigirle que le entregara a su hijo. Raihona tiene una hija de 7 años, Neda, y un hijo de tres, Mohammad. Según la legislación afgana, en caso de divorcio o separación, el padre se queda con la custodia de los hijos.

Shamim, en el patio de su casa con sus hijas Parwana, Khadia y Sadia.

El marido de Shamim tampoco fue nunca a la cárcel por vender a su hijo como si fuera un objeto. “Fui a trabajar y, cuando regresé a casa, el niño ya no estaba. Le pregunté mil veces qué había hecho con él y me contestó que no era asunto mío, que el hijo era suyo y que podía hacer con él lo que quisiera”, solloza la mujer. Lo denunció a la policía, pero no sirvió de nada. “No me hicieron caso”, lamenta.

Shamim camina con una muleta porque sufrió meningitis cuando tenía 5 años y una pierna le quedó medio paralizada. Ella también es huérfana de padre y su hermano la casó a la fuerza cuando solo tenía 14 años. “Me hubiera gustado divorciarme, pero tenía miedo de perder a mis hijos”, argumenta. Tiene tres hijos de 14, 13 y 12 años, y tres hijas de 11, 7 y 3. Ahora viven en una humilde casa de una sola habitación, con un patio interior que comparte con otros vecinos y donde hay una letrina y un pozo.

Lo que ha cambiado la vida de Shamim es que su marido murió hace dos años a causa del coronavirus. “Ahora estoy más tranquila”, admite. También ha contribuido el hecho de que desde hace nueve meses recibe ayuda económica de Nove, una ONG italiana. “Ahora al menos tengo dinero para pagar el alquiler de la casa y comprar comida para mis hijos”, afirma.

Raihona también recibe ayuda de Nove. Vive con sus hijos en una acogedora habitación con alfombras en el suelo y papel pintado en la pared. “Me gustaría operarme para dejar de tener dolor en el cuello pero, por desgracia, no tengo suficiente dinero”, es lo único que lamenta.

A pesar de que la situación de las mujeres en Afganistán ya era dramática antes, ahora ha empeorado aún más si cabe con los talibanes. Ahora no hay ningún lugar donde puedan denunciar o pedir ayuda. Las dependencias del antiguo ministerio de la Mujer son ahora la sede del ministerio de la Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio, encargado de implementar las reglas islámicas.

ONU Mujeres continúa teniendo oficina en el país. “No tenemos capacidad para conceder entrevistas estos días en Afganistán”, es la respuesta de su responsable de prensa por correo electrónico ante la petición del diario ARA de saber qué hace exactamente en la actualidad esta agencia de las Naciones Unidas que promueve los derechos de las mujeres, en un país donde sus dirigentes se dedican a minarlos. El ARA insiste en tener al menos información por escrito si la entrevista no es posible. A esa segunda petición, ONU Mujeres no responde.    

 

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