"Bajo el agua del Mediterráneo estamos al borde del colapso"
El cambio climático y la acción humana abocan a los bosques marinos a un punto de no retorno
“Si pudiéramos levantar el agua del mar y mirar debajo, estaríamos todos asustados”, espeta el ecólogo marino Joaquim Garrabou. Desde su despacho en el Instituto de Ciencias del Mar (ICM-CSIC) de Barcelona, bañado por la playa del Somorrostro, este científico estudia y documenta el impacto del cambio climático en los ecosistemas marinos costeros y es uno de sus expertos más reconocidos. Con una mezcla de incredulidad y rabia, añade: “En 25 años están cambiando mucho las cosas, a mucha velocidad y de forma muy exagerada. Y la gente no se da cuenta, porque va a la playa y sólo ve el azul del mar, las olas, el viento. Pero bajo el agua estamos al borde del colapso”.
El aumento de las temperaturas, sobre todo, pero también la presión humana, la sobrepesca y la contaminación están dañando al Mare Nostrum hasta abocarlo a un punto de no retorno. "No hay ningún lugar que estudiemos del Mediterráneo donde no vemos los estragos causados por el cambio climático, a los que se añaden los impactos por el resto de factores", se lamenta la investigadora ICREA Cristina Linares, catedrática de la Facultad de Biología e investigadora del Instituto de Investigación de la Biodiversidad de la Universidad de Barcelona.
Esta bióloga marina lleva dos décadas documentando la huella de la emergencia climática en las poblaciones de corales, una especie emblemática y palabra arraigada en las culturas y oficios del Mediterráneo ya desde el paleolítico. Con un valor ecológico primordial por su papel estructural, son organismos muy longevos, que pueden vivir decenas de años y que son formadores de hábitat. Por eso funcionan como un bioindicador ecológico excepcional.
“Los corales forman hábitats, pequeños bosques, crean refugios que atraen a muchas otras pequeñas especies de invertebrados, briozoos, esponjas, equinodermos o erizos de mar, posidonia. Cuando el coral desaparece, lo hacen el resto de plantas y animales”, señala Linares.
Y el problema es que está desapareciendo de nuestro litoral. Al menos, a profundidades de entre 15 y 25 metros, que es la franja que más se calienta y también la que los humanos podemos disfrutar y explotar más. En este sentido, las conclusiones de un reciente estudio de la UB, liderado por esta bióloga marina, constituían un grito (desesperado) de alerta. Ponían de manifiesto que la ola de calor extremo del verano de 2022 provocó un incremento sin precedentes de la mortalidad de la gorgonia roja (Paramuricea clavata), un organismo de la familia de los corales con forma de abanico que también forma colonias. Según vieron las investigadoras de la UB, el 70% de las poblaciones de esta especie animal situadas en zonas protegidas del parque natural del Montgrí, las Islas Medas y el Baix Ter, se vieron afectadas. Y no sólo eso, sino que han constatado que ha desaparecido el 40% de la superficie que ocupaban.
Hasta ahora estas poblaciones de P. clavata en esa área marina protegida habían resistido las oleadas de calor de años anteriores mejor que otras poblaciones del Mediterráneo, lo que había hecho pensar a los investigadores que quizás eran un refugio climático. Sin embargo, "hemos visto que no es así, que la resiliencia de esta especie podría no ser suficiente para mantener a las poblaciones en el escenario de calentamiento global que se prevé", afirma Linares. Que esta especie y otras coralígenas desaparezcan dibuja un escenario dramático porque son la base de los ecosistemas marinos de la costa cercana.
El mar, un desierto
Los informes del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) sitúan a la península Ibérica como una zona desértica en un futuro demasiado cercano. Es, de hecho, una de las regiones más afectadas de Europa por el aumento de las temperaturas y sequías extremas. Y aunque a menudo la atención suele concentrarse en la parte terrestre, en el mar el impacto del calentamiento global es alarmante. Los estudios señalan que se calienta a una mayor tasa que otros mares y océanos. Contribuye al hecho de que está confinado con una presión humana enorme. "Siempre se pone como ejemplo de punto caliente de biodiversidad, porque tiene muchas especies endémicas, pero también cada vez más como punto caliente de cambio climático", apunta la investigadora ibicenca de la UB Linares.
Los primeros indicios de que los ecosistemas marinos también se veían afectados por el aumento de temperaturas llegaron en los años 80, cuando los corales tropicales se desnudaron de sus bellos colores y se quedaron bien encalados, muertes. Aquello hizo sonar las alarmas. Una década después llegó el turno del Mediterráneo, cuando todavía ni se hablaba de biodiversidad de la costa: en 1999 se observó el primer gran acontecimiento de mortalidad masiva debido a condiciones de temperaturas anormalmente elevadas. Entonces afectó a las costas de la Provenza de Francia y del golfo de Génova en el norte de Italia.
Al poco tiempo, el fenómeno había llegado también a las costas catalanas. “Al principio creíamos que nuestro litoral era una zona de refugio porque la hidrología y el sistema de corrientes y de los vientos nos hacía pensar que las temperaturas no podrían superar los umbrales que en otras zonas se habían alcanzado. Pero estábamos equivocados”, asegura Garrabou. La ola de calor de 2003 afectó severamente a toda Europa y provocó la muerte a decenas de miles de personas, sobre todo en Francia y en el norte de Europa. Esa anomalía térmica también hizo estragos en el Mediterráneo y arrasó con una gran cantidad de poblaciones coralinas.
"Desde entonces estos episodios son cada vez más recurrentes y llegamos a temperaturas más y más elevadas", destaca Garrabou, quien lidera la red de observación T-MEDNet, que tiene repartidos sensores a lo largo de la costa catalana, la mayoría en áreas marinas protegidas, con las que monitorizan desde hace dos décadas cómo varía la temperatura del agua a lo largo del tiempo. Estas medidas, tomadas cada 24 horas, permiten evaluar el impacto que tiene el incremento térmico sobre la biodiversidad del Mediterráneo.
Las especies que sufren más son las que viven a menor profundidad. Las que se pueden mover, como los peces, se desplazan buscando aguas más frías y las que están fijadas en el suelo, como los corales y las gorgonias, bajan a mayor profundidad. El aumento de temperaturas provoca también que especies de otras latitudes lleguen al Mediterráneo, como los siganus, unos peces herbívoros tropicales, que llegan por el canal de Suez. El problema es que en el Mediterráneo sólo hay un pez herbívoro, la zarpa, por lo que se teme que estas especies invasoras puedan acabar arrasando con las algas.
La huella humana
ElEmma Cebrian, bióloga marina, científica titular del Centro de Estudios Avanzados de Blanes (CEAB-CSIC), un centro de investigación científica de ámbito internacional referente en biología y ecología acuática, se centra en estudiar la huella del ser humano en los sistemas costeros . Y para ello, utiliza las macroalgas que, como ocurre con los corales, dan estructura a los hábitats costeros y son refugio para otras muchas especies de algas, invertebrados y peces, y nos proveen de oxígeno y alimento. La construcción humana, apunta, es el primer factor de destrucción. "Tienes un puerto donde deberías tener rocas y dársenas en lugar de bosques de algas, y perdemos con ellos la multitud de servicios ecosistémicos que éstos proporcionan", se lamenta esta bióloga.
El segundo factor es la contaminación. Durante años , en muchas zonas del Mediterráneo se hacían vertidos de aguas no depuradas y aunque esto ha cambiado “cuesta encontrar áreas que no tengan presencia de contaminantes, como herbicidas, que afectan a las algas juveniles, lo que impide que la población se desarrolle y repoble”. En algunos puntos de la costa, esta investigadora ha registrado vertidos de emisores ilegales, tanto de urbanizaciones como de chiringuitos de playa, a lo que se suma que durante los picos de turismo del verano las depuradoras no dan al alcance y se echan aguas no depuradas en el mar, residuales, que contienen muchos nutrientes, carbono y nitrógeno.
“Nos falta conocimiento, seguramente porque los ecosistemas marinos no se ven, a diferencia de los bosques terrestres –afirma, con abatimiento, Cebrian–. Miras al mar y sólo ves azul y crees que el mar es sólo agua para ir a remojar. Esto hace que haya gente que, por ejemplo, no valore la importancia de tener hojas de Posidonia pudriéndose para garantizar el mantenimiento de las playas, y sólo se quejen del hedor. O que no sea consciente de cómo nuestras actividades diarias –contaminando, extrayendo recursos, modificando la costa– pueden degradar de forma irreversible los ecosistemas costeros, y que esto tiene, a la larga, un impacto en nuestro bienestar”.
Una vez que se pierden los bosques, tanto de corales como de gorgonias y macroalgas, es extremadamente difícil recuperarlos. Los casos exitosos son muy excepcionales. El grupo de Cebrian, por ejemplo, logró restaurar en la Cala Teurela, en la bahía de Maó, en Menorca, un bosque de algas cystoseira en un punto donde estaba documentado que había habido a principios del siglo XX y que habían desaparecido por la contaminación.
“Conseguimos recuperar la biodiversidad, procesos de producción de oxígeno y de captación de carbono”, explica orgullosa Cebrian. Puede estarlo: es el único ejemplo de bosque de macroalga restaurado en el que se ha conseguido recuperar todos los servicios que este ecosistema nos proporciona. Y sin embargo, ahora un proyecto de construir una rampa en la cala restaurada para bajar las barcas hace de nuevo jaque al ecosistema. “Si hacen la rampa, los bosques van a desaparecer y con ellos toda la biodiversidad y productividad asociada. Y no habrá vuelta atrás”, se lamenta.
También hay un caso de recuperación exitosa de coral rojo. Hace una década, cuando la pesca ya estaba prohibida, unos agentes rurales decomisaron colonias a pescadores furtivos junto a las Islas Medas y el Montgrí. Aún no estaban muertos y Linares y su equipo pudieron devolverlos al medio. A pesar de estas dos experiencias, todos los investigadores entrevistados para este reportaje coinciden en que quid de la cuestión no pasa por restaurar, sino por dejar de estropear. “Parece como si el mar fuese el Far West, donde todo el mundo tiene derecho a hacer de todo. Pero no es así. Debemos ser conscientes de que algunas actividades no son sostenibles y no pueden realizarse. Que hay sitios sensibles que no podemos visitar. Hemos aceptado una frecuentación turística muy grande en ecosistemas muy vulnerables. Hay que apartarnos un poco para dejar que la naturaleza se recupere”, piden.
Microplásticos, macroproblema
No hace ni 10 años, la banyolina Anna Sánchez-Vidal vio que no le salían los números. Al menos en lo que se refiere a plásticos. Los estudios situaban grandes islas de este compuesto sintético girando en medio del océano. Y sin embargo, cuando se tenía en cuenta el volumen de ese material generado anualmente y las estimaciones de lo que iba a parar al mar algo no cuadraba. Por eso, en el 2019 decidió indagar qué pasaba en la costa. “No había ningún estudio que mirara cuál es la abundancia de microplásticos en zona cercana del litoral, tanto en superficie como en profundidad, porque la mayoría de la investigación se hace a bordo de grandes buques de investigación que no pueden acercárselo se”, explica Sánchez-Vidal, profesora ICREA en la Universidad de Barcelona.
Con la ayuda de estudiantes del grado de ciencias del mar, puso en marcha un proyecto de ciencia ciudadana, Surfing for Science, con el que ha podido documentar las abundancias de este material en las costas catalanas y también su origen. Ahora, en colaboración con un equipo de ingeniería marítima de la Universidad Politécnica de Cataluña liderado por José Alzina, estudian cómo se transportan estos microplásticos y dónde van a parar.
Han realizado modelos de muy alta resolución del transporte donde pueden poner los datos reales de los plásticos de cada zona y saber de dónde proceden y hacia dónde se desplazarán. Con esta herramienta, señala Sánchez-Vidal, "la administración puede implementar acciones de limpieza y remediación". Aunque de momento, pese a los datos alarmantes y precisos, ninguna administración ha movido ficha. Ni siquiera se ha interesado por los resultados, que son públicos.
“Tomamos muestras cada 15 días en un montón de puntos de la costa catalana y vemos que las concentraciones de microplásticos aumentan cerca de Barcelona y son muy preocupantes. De hecho, la zona más contaminada de Cataluña y casi del planeta es la playa de San Sebastián, en frente del hotel Vela, donde hemos registrado máximos de 45 microplásticos por metro cuadrado, cuando en los grandes giros oceánicos nos encontramos máximos de uno microplástico por metro cuadrado”, alerta esta investigadora.
El impacto de los microplásticos es “enorme” en plantas y animales marinos. En función del tamaño, afecta más a unos seres que a otros. Algunos los confunden para comer y los ingieren, lo que provoca que acaben muriendo por inanición. Los plásticos que se hunden son ingeridos por organismos bentónicos: investigadores de la Universidad Autónoma de Barcelona y de la Rovira y Virgili en Tarragona han documentado que el 100% de las gambas frente a Barcelona tienen microfibras en el estómago, la mayoría poliéster.
Como defienden Linares y Cebrian, “antes de ponernos a limpiar ya implementar acciones de remediación, debemos cerrar el grifo. Hay mucho bluewashing, mucha actividad económica disfrazada de sostenible que no lo es”, considera Sánchez-Vidal. Y pone como ejemplo reciente el festival de música Primavera Sound. El pasado otoño esta investigadora publicó un artículo científico alertando del problema de los microplásticos, que en el caso de la costa barcelonesa provienen en un porcentaje elevado de césped artificial.
”Les enviamos el artículo, les explicamos el problema y pedir que no utilizaran este césped. Este año, lo han vuelto a hacer. Les ha sido igual. Realmente, ¿venderán más entradas para poner césped artificial? ¿Saben lo contaminante que están y que están junto al mar, y les da igual?”, se pregunta.
El grito del mundo del silencio
En sus documentales, recuerda Garrabou, el popular oceanógrafo francés y cineasta Jacques Costeau aseguraba que el mar era el mundo del silencio. “Yo diría que es el grito del mundo del silencio. No lo oímos, pero el mar está dando auténticos gritos. Debemos ponernos a trabajar para revertir lo antes posible la situación de las áreas marinas protegidas”, insiste Garrabou, que recuerda que ya hay sentencias en varios países europeos de colectivos que han denunciado a sus gobiernos por incumplimientos de los acuerdos del cambio climático. "Debemos exigir a nuestros políticos que actúen", reclama.
Y eso, coinciden en señalar a los expertos consultados por el ARA para este reportaje, pasa por una solución poco popular: cambiar nuestro sistema de consumo, el modelo de sociedad. “Y esto nadie está dispuesto a hacerlo. Éste es el gran problema”, se lamenta Linares, que insiste en que no podemos seguir viviendo como si estuviéramos desligados de la naturaleza. “Tanto preocupados que estamos por el turismo y ya ha habido playas que ha sido necesario cerrar por plagas de especies invasoras, favorecidas por la mala gestión que hacemos del cambio climático. Debemos cuidar ese patrimonio, que es de todos. Todos perdemos si dejamos que unos pocos que quieren sacar rendimiento hagan lo que les plazca”, concluye Cebrian.