Auge y caída de un balneario

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Postal de principios del siglo XX del comedor modernista del balneario Guajarro de Alhama de Aragón
Imagen publicitaria del 1913 del balneario Guajardo

A finales del siglo XIX la familia Guajardo fundó un balneario en la localidad de Alhama de Aragón, que unos años antes se había hecho famosa por las aguas termales –usadas, claro, ya por los romanos y los árabes– gracias al catalán Manuel Matheu, que en 1860 creó unas termas que años después, en 1911, modernizaría otro catalán, Ramon Pallarès i Prats. Matheu, además, había hecho llegar ahí el tren, factor definitivo para dar viabilidad a la iniciativa. A raíz de ese impulso florecieron más negocios, como el que protagoniza El balneari (L'Avenç), el libro de memorias de Maria Campillo Guajardo, nacida en este mismo balneario y experta en literatura catalana contemporánea.

La ascensión y caída del Guajardo es un delicado ejercicio elegíaco, de memoria personal, que transporta al lector a un mundo desaparecido, especialmente brillante en los años de entreguerras, los de la belle époque. Un mundo en el que convivían turistas y bañistas servidos por el personal local: los Serapio, Toribio, Maximina, Quiteria, Eufemia, Rufina, Marcelina, Abundio, Amancio... Como hace notar Maria, que como nieta de la propietaria se movía con libertad entre los de arriba y los de bajo, aunque no lo parezca los nombres de los trabajadores del establecimiento son –eran– muy reales. De San Juan hasta septiembre, esa gente y ese balneario familiar fueron el paraíso particular de Maria: “Et in arcadia ego”.

Sin ser consciente de ello, esa niña asistió a la decadencia del Guajardo, que había tenido clientes ilustres como el médico Santiago Ramón y Cajal, Nobel de medicina en 1906. Durante la Guerra Civil acogió un hospital militar franquista, en los 40 dio trabajo a reconocidos rojos y a viudas de guerra del pueblo y, poco a poco, con el paso de las décadas, se fue consumiendo indefectiblemente.

El comedor modernista, acristalado y luminoso, daba a un jardín frondoso de buganvillas y jazmines que tocaba al río Jalón y que podía acoger a hasta 180 comensales. El Guajardo llegó a tener más de 120 habitaciones. De los inicios medicinales se fue pasando al “curarse es divertirse”. Por las noches de verano incluso había baile con pianista y sesiones de magia. Los canelones con bechamel eran uno de los platos estrella, recuerda Maria Campillo. Y la excursión típica era al Monasterio de Piedra, otro lugar mágico. Pero la gente salía poco del balneario, donde se iba a descansar. La lentitud era un valor, por aquel entonces.

La galería de los baños había sido todo un lujo: "Pasar la puerta de entrada constituía un pasaporte al siglo XIX. La luz cenital y el vapor que lo inundaba todo le conferían una apariencia glauca, irreal y flotante; el ruido del agua, que brotaba sin cesar y con mucha fuerza, era atronador; el olor tenía una consistencia densa, mineral (¿quién ha dicho que el agua es inodora?); las tinas de los baños eran de mármol blanco veteado de gris, muy profundas, empotradas en el suelo, con dos o tres escalones dentro del agua. De pie, a los niños nos llegaba el agua casi al cuello".

Todo esto es hoy una ruina sobre la que Maria Campillo ha construido un recuerdo muy adornado con la correspondiente y agradecida nostalgia. “El pasado es aquello que recuerdas, aquello que imaginas que recuerdas, aquello que quieres recordar o aquello que simulas recordar”, escribe la autora citando al Nobel Harold Pinter. Y del poeta Gabriel Ferrater coge un verso de In memoriam: “Me parece que me parecía”... 

Todos hacemos estos ejercicios hacia atrás, construyendo y reconstruyendo lo que hemos sido, lo que queremos ser o querríamos haber sido. Hacerlo a partir de una infancia en un balneario es todo un lujo para la autora y es, sin duda, un placer para el lector. Seguro que sois unos cuantos los que conserváis como un pequeño tesoro algún recuerdo de balneario: los míos van asociados, sobre todo, al Prats de Caldes de Malavella. 

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