La convivencia con la ultraderecha es peligrosa. De nuevo, el PP lo está experimentando. No puede venir de nuevo, pero parece que no escarmenta. Tras dar alas a Vox a los gobiernos autonómicos y municipales, y activar en los últimos días todas las alarmas patrióticas a partir del grito de orden de José María Aznar, Alberto Núñez Feijóo está viendo como quien saca rédito a la calle de la estrategia de criminalización de los acuerdos de Pedro Sánchez con el independentismo son Vox y el franquismo nostálgico que le rodea. La imagen que los manifestantes están proyectando resulta incluso incómoda para un PP que aspira un día a gobernar y que, a nivel europeo, no quiere perder el pedigrí de partido conservador tradicional. Verse contaminado por el griterío fascista hace feo. Aunque a Feijóo le ha costado desmarcarse, y cuando por fin lo ha hecho ha sido todavía a medias, poniendo la carga de culpa en el PSOE. Al final incluso ha sido más clara el hábil Isabel Díaz Ayuso, que puede permitirse tomar distancias con los disturbios porque entre los propios nadie duda de su exaltado nacionalpopulismo más actualizado y ultraliberal que nostálgico.
Más eficaz y controlable que la calle, el españolismo exaltado ha movilizado también el brazo judicial, siempre dispuesto y que a través de la Audiencia Nacional ha respondido a la llamada aznarista para salvar a la nación amenazada. Pero los tribunales no eran suficientes: siguiendo el manual trumpista o bolsonarista, era necesario generar un clima ciudadano insurreccional. Y esto es lo que está pasando. Con la particularidad de que se les ha escapado de las manos, cosa, por otra parte, bastante previsible. No en vano, hace mucho tiempo que el PP flirtea con discursos guerracivilistas. Por mucha aparente modernidad estilo Ayuso y mucha falsa moderación estilo Feijóo, la tradición españolista ultra es la que es. Y da miedo.
Sánchez, siempre rápido, ha sabido convertir en boomerang la movilización ultra, que fácilmente ha caído en la espiral de la violencia y la excitación ideológica. Desde el primer momento, una actuación policial contundente –hasta ahora sólo reservada para el independentismo– ha descolocado a los radicales, que sin rubor se han quitado la careta con cánticos e insultos propios de la dictadura, incluidas inflamadas apelaciones al nazismo. El socialismo es ahora mismo la garantía de estabilidad democrática en España ante la trifulca de unos jóvenes que paradójicamente dicen defender la Constitución con proclamas y símbolos preconstitucionales. La prensa extranjera, empezando por el conservador Financial Times, lo tiene claro: en democracia, la amnistía es una vía legítima y adecuada para reconducir un conflicto político como el choque Catalunya-España. Pero el anticatalanismo visceral y endémico, concebido como una permanente reserva de votos y motor de los ultras que condicionan al PP, impide al partido de Feijóo tener la cintura mínima de unos hipotéticos pactos que le sirvan eventualmente para regresar a la Moncloa. Los populares están quedando atrapados en el españolismo con tics protofascistas que ellos mismos han alimentado sin demasiados miramientos y que sus cachorros exhiben impúdicamente. La calle les ha desbordado.