Amor y pimienta

Enamorarse en otro idioma

Le pareció una mujer interesante, discreta y silenciosa; tenía algo especial

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Ceros y unos

"¿Sabes qué? La testero japonesa se llama Yoko Ono".

El Tiros era tempranero. Le gustaba llegar el primero al laboratorio, cogerse un café bien amargo de la máquina y disfrutar de los primeros minutos del día en su mesa del trabajo, solo, rodeado de sillas vacías y con el zumbido de ordenadores y servidores de fondo, ese ruido por extraño que pueda parecer, le relajaba y le hacía sentir bien, una especie de método Pávlov, cambiando el sonido de la campanilla por el de las maquinarias, y la comida que hacía salivar al perro por otro tipo de felicidad, se estaba un buen rato hasta que no empezaba a llegar el resto del equipo: primero los alemanes, después los franceses, los taiwaneses, los chinos o los coreanos A las ocho y media en punto, un directivo jubilado japonés acompañado de su ayudante de la misma nacionalidad, a las nueve, los italianos, y cuando faltaban pocos minutos para las diez, los brasileños y Yoko, la tercera japonesa.

Éste era el equipo completo de un laboratorio de desarrollo de software de una gran empresa informática de Toronto, en Canadá. Hacía cinco años que Tirs trabajaba allí. De todo esto, ahora ya hacía veinte. Era una época de efervescencia tecnológica; del boom del comercio electrónico, las llamadas primeras “tiendas en Internet”, la gran sensación. La empresa donde trabajaba el Tirs destinaba una parte importante de su presupuesto. Quería potenciar lo que entonces era su "producto estrella". Habían contratado a tres personas de cada país para traducir el producto allí mismo. Bien como si se tratara del lanzamiento de una de estas novedades literarias que se publican en simultáneo en todo el mundo, lo que hace que los traductores de las diversas lenguas estén meses cerrados, sin contacto con el mundo exterior y con unas cláusulas de confidencialidad exasperantes para que no se escape ninguna sorpresa en el mundo exterior hasta la hora de la verdad.

Los traductores de la empresa del Tirs trabajaban codo con codo con los desarrolladores. Y, por tanto, cada uno de estos equipos estaba formado por un traductor, un informático y un coordinador. Entre ellos había buena relación, aunque a la hora de relacionarse tendían a formarse dos grupos marcados por la lengua: europeos y asiáticos.

El Tiros, por tanto, nunca había hablado con Yoko. En primer lugar, porque fue la última en incorporarse. En segundo lugar, porque no coincidían en el grupo habitual. Cuando su compañero le dijo medio en broma que la nueva se llamaba Yoko Ono, quizá sí que él se fijó un poco más de lo que había hecho antes. Le pareció una mujer muy interesante, discreta y silenciosa, pero tenía algo especial. Decirse como una leyenda misteriosa siempre tiene algo especial.

Un día, después de tomar el café y poner en marcha el ordenador, el Tirs vio que no era el primero en llegar al trabajo. Se encontró a Yoko y espontáneamente le preguntó si había caído de la cama. Ponía cara de cansada y preocupada, y Tirs pensó que quizá no hubiera entendido la broma. Ella le dijo que había pasado toda la noche en el laboratorio. Que tenía un problema con un archivo y que no encontraba la solución a un error que le salía de forma permanente. Tiros se rascó la cabeza y le dijo que le pasara el fichero por e-mail, que trataría de ayudarla. Los desafíos le gustaban, aunque aquél tuviera el problema del idioma añadido, porque el Tiros de japonés no sabía ni un poco, pero pensó que en el lenguaje de los ceros y unos todo era mucho más sencillo, y con ese lenguaje él era un experto.

"Es inútil. Lo he mirado línea por línea, más de veinte mil, y no encuentro el error. Sencillamente el archivo no funciona, y hoy es el día en que deben entregarse los archivos de ayudas acabados".

"Tú pásamelo. Para probar no perdemos nada".

Evidentemente no entendía absolutamente nada del contenido del archivo, pero Tirs sabía que estos archivos funcionan con un sistema de etiquetas de diferentes tipos que deben ir perfectamente imbricadas y emparejadas. Si no lo están, no hay ningún mensaje de error ni pista: sencillamente la ayuda no funciona. Puso manos a la obra: escribió un pequeño programa que hacía un recuento interno de las etiquetas, por tipo y ubicación, y localizaba sus anomalías.

En menos de una hora había encontrado los errores. No uno, sino dos, que se ocultaban mutuamente. Por eso Yoko no los había podido encontrar. Los corrigió, probó el archivo y funcionaba. Con orgullo, le envió el archivo a Yoko y le fue a pedir que lo probara.

Adjunto al mensaje añadió la canción Be my Yoko Ono, de los canadienses Barenaked Ladies.

Hace veinte años de ceros y unos. Y que ellos son dos.

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