La estupidez (o no) de la moda de las bolsas de cartón

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Cada vez que la estupidez humana parece tocar techo la realidad siempre nos sorprende y evidencia que todavía queda camino por recorrer. Y es que la última de las modas es la de lucir las bolsas de cartón de tiendas de marcas exclusivas como Chanel, Gucci, Bottega Veneta o Balenciaga. En cierto modo podría tener sentido pensar que podamos salir orgullosos y fanfarrones de una tienda de lujo, después de haber comprado la chaqueta de moda o los zapatos del momento. Hasta aquí todavía podría pensar que he exagerado con el arranque del artículo. Pero... ¿y si le dijera que en la bolsa no hay ninguna compra? ¿Que la moda consiste precisamente en lucir el continente sin contenido? Esto ya cambia la cosa.

Hasta el siglo XVIII el lujo estaba restringido por ley a los estamentos privilegiados. Un traje bien engalanado con puntas y realizado con lujosos tejidos era uno de los elementos de que disponía la nobleza, para significarse socialmente y distanciarse de una burguesía cada vez más adinerada y hambrienta de privilegios y poder. Hasta entonces, las estructuras sociales quedaban visualmente claras a través del acceso (o no) al lujo. Pero la maduración del capitalismo a partir del siglo XIX, con la consiguiente revolución industrial, rompió para siempre la experiencia del consumo. Restringirlo a unos pocos era un muy mal negocio, porque si algo necesita el capitalismo es cuanto más consumidores mejor. Pero ¿cómo se distinguirían a partir de ahora los ricos?

El sector del lujo y de la moda ha estado haciendo equilibrios imposibles desde entonces, para conseguir esa difícil cuadratura del círculo. Entre otras estrategias, la moda se regirá por pirámides de calidad, en las que los ricos accederán a los productos estrella, mientras que el resto se conformarán con versiones diluidas o complementos más accesibles, que les permitan satisfacer la fantasía de pertenecer a una élite. El llamado lujo democrático, que no es otra cosa que un oxímoron de manual, que pretende perpetuar la diferencia de clase al tiempo que saca rédito de las aspiraciones de las clases medias y bajas.

El estallido neoliberal de los 80 agudizó aún más la idea de que somos lo que poseemos y que, a través de consumir ciertos bienes, podemos escalarnos socialmente. La importancia ya no será el producto, sino lo que representa. Y de ahí, nacerá la fiebre marquista y la logomanía que ha hecho enloquecernos hasta hoy. Ahora mismo los complementos lo son todo en el mundo de la moda, ya que si no podemos acceder al icónico traje de tweed de Chanel, podemos comprarnos un perfume, un cinturón o unas gafas, para demostrar a los demás que la vida nos sonríe más de lo que lo hace. Pero ahora mismo ya hemos llegado al último de los escalones (¿o no?), puesto que si los complementos tampoco están a nuestro alcance, siempre nos quedará lucir la bolsa de cartón. Pero ¿cómo podemos conseguir una si no podemos optar a ser clientes? Pues comprándola a una aplicación de segunda mano o lucir una falsa, ya que el sector de las falsificaciones ya se ha apresurado a apuntarse a esta tendencia.

Conectando con el inicio del artículo, este fenómeno no responde tanto a una estupidez individual cuanto antes a una grave crisis en el sistema de valores que rige nuestra sociedad. Y, además, evidencia unas tensiones, frustraciones y aspiraciones de clase que todavía siguen sin resolverse, con unos ascensores sociales que parecen tan sólo accionarse en dirección descendente.

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