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El edificio Berlaymont de Bruselas, la sede principal de la Comisión Europea.

Es jueves por la mañana. Solo hace dos días de Sant Jordi. Como de costumbre, ponemos en marcha la radio para escuchar las noticias mientras desayunamos. Como de costumbre, mis hijos piden que ponga a Flaixbac. Pero hoy no estoy de humor y acabo poniendo a Raimon.Tierra negra, una canción que he oído muchas veces, hoy suena diferente. Vuelvo a ponerla y les pido por favor escucharla juntos. Se hace un silencio poco habitual.“Tierra negra, listones blancos / Manos abiertas van buscando círculos mágicos agujereados / [...] Cruces atracen corazones rotos / viva vida muerta muerte / [...] Tierra negra, negro solo / [...] Agua encendida hielo quemado / [...] Paso de tiempo, tiempo de paso”.

Cuando termina, les pregunto en qué han pensado mientras le escuchaban. Uno destaca la oscuridad. A la otra le recuerda una guerra. La mayor busca mensajes escondidos entre los versos. Todos coincidimos en la profunda tristeza que expresa. Hoy va a costar levantar el día.

Raimon publicaTierra Negraen 2006 en homenaje a su amigo, el pintor Antoni Tàpies. Pero la oscuridad, la guerra, la necesidad de esconder algunos mensajes y esa profunda tristeza hoy me recuerdan un cuadro que vi hace unos años en Bilbao:Iberia, de Robert Motherwell. El pintor estadounidense fue capaz de expresar como pocos, en 1958, la tensión que se respiraba en el ambiente y que amenazaba con arrasarlo todo. Entonces ya me golpeó. Ahora esos sentimientos vuelven con fuerza.

La sociedad europea vuelve a resquebrajarse. Poco a poco, de forma inexorable. ¿Qué ocurre? Cada noticia le rodea un ejército de opinadores que compiten (¡que competimos!) para retransmitir con rapidez, elegancia y si puede ser un poco de avidez el momento trascendental que vivimos. Tenemos más información que nunca para afrontarlo. Aun así, pasan los años y parece que nada cambia o que vamos a peor. Mientras, la retransmisión en directo de cada giro de guión, cada vez más sentido, nos atrapa y nos entretiene. Nos despista y nos divide.

Cuando la agenda lo permite, pedimos a los analistas algo de perspectiva. ¿Qué ocurre? ¿Es el escaso crecimiento económico? ¿La desaparición de la clase media? ¿La digitalización de nuestras vidas? ¿La inmigración? ¿La globalización económica y cultural? ¿El cambio climático o el modelo heteropatriarcal? Por cada pregunta hemos encontrado una respuesta. Pero no la solución. Sólo la obtendremos cuando sepamos formular la pregunta adecuada, lo más difícil: pide paciencia, dedicación y recursos, y esto va contra el tiempo actual.

Cuando los eventos se aceleran, nos desconciertan y exigen respuestas rápidas, viajamos por todas partes para aprender de los que saben. De los que sabían. Aquellas sociedades que durante años nos han inspirado, que nos han guiado cuando nos hemos atrevido a dar un paso adelante y que nos han protegido cuando hemos permanecido inmóviles también se encuentran en crisis. La polarización social y política es generalizada y va en aumento. La vuelta de la extrema derecha ya no es una amenaza, es una realidad que se ha normalizado a una velocidad inimaginable. Inaceptable. El desconcierto es general.

Sin embargo, los europeos nos encontramos en un entorno que debería permitirnos vivir sin grandes estridencias. Más tranquilamente y en paz. La sociedad europea debería sentirse orgullosa del progreso social y económico alcanzado. Del modelo de democracia que ha desarrollado y de unas instituciones que procuran redistribuir mínimamente los recursos y proteger a los más desfavorecidos. En todos y cada uno de los ámbitos hay mucho margen de mejora. Sin lugar a dudas. Pero si levantamos la mirada, desde un punto de vista histórico, la situación en la que nos encontramos es envidiable y anhelada por muchos ciudadanos en todo el mundo.

Esa Europa a la que tanto cuesta acordar y avanzar. A quien tanto cuesta encontrar el equilibrio entre progreso y tradición. Entre diversidad y unidad. Entre libertad y seguridad. A esta Europa a la que tanto cuesta, le cuesta tanto porque intenta que nadie quede atrás. Porque genera espacios en los que todas las voces se expresan. Porque respeta la pluralidad. Le cuesta tanto porque avanza con paso firme. Ésta es mi Europa. La que quiero para mis hijos. El cuadro de Robert Motherwell es prácticamente todo negro. Un negro sofocante. Como el debate permanente y ensordecedor actual. Pero no todo lo negro es igual, y no todo es negro. Abajo, a la izquierda, se abre paso una hebra de luz.

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