

¿Alguien sabe qué nos pasó? ¿Alguien sabe exactamente qué ocurrió en los meses anteriores al 1-O y los inmediatamente posteriores? No es que carezcan de relatos en los que se describan con poca o mucha precisión los hechos materiales más obvios, más visibles, más incontrovertibles. Tampoco faltan las lecturas simplificadoras, las aproximaciones conspiranoicas y las versiones malévolamente sesgadas y autoexculpatorias. Pero, de todo, en la memoria –y en la desmemoria– colectiva lo que ha quedado es un espejo roto de interpretaciones. Un estropicio que no sólo ha fragmentado su recuerdo, sino que está hecho de piezas que ni siquiera encajan unas con otras. La reconstrucción, por ahora, parece imposible.
Esta es, probablemente, la mayor victoria del Estado en contra de la ambición y la esperanza independentista que vivimos desde el fracaso de la reforma del Estatuto de 2006. Casi una docena de años que habían ido por el camino de la progresiva coincidencia de voluntades y de ahora. Es cierto que, pese a conformar una mayoría aspiracional, el independentismo nunca fue acompañado de una misma mayoría confiada en la victoria. Popularmente había más deseo que convicción, como siempre señalaron las encuestas. No por cobardía, sino por esta vieja costumbre tan catalana de querer tocar siempre con los pies en el suelo y no querer ser acusados de bufanúvols. Siempre, más sensatez que arrebato. Pero, en todo caso, el horizonte era compartido, le pusimos un nombre –el derecho a decidir– y lo calificamos en positivo: la sonrisa, el sueño... Y en ese avanzar prácticamente no había otras rendijas que las eternas rivalidades personales y partidistas que, junto al gran objetivo, empequeñecían.
Pero si bien es cierto que hay poca experiencia en tener victorias y saber aprovecharlas, ahora hemos visto que tampoco somos hábiles en las derrotas. Por eso el 1 de octubre de 2017 es a la vez una victoria derrochada y una derrota devastadora. Vale: la independencia no había sido posible. ¿Pero era necesario este grado de quebradiza posterior? Porque es una evidencia de que la frustración y la desmovilización no les causó la impotencia mostrada inmediatamente después del 1-O, sino las batallas caínitas que le siguieron. El independentismo, sin embargo, todavía estuvo electoralmente vivo y movilizado el 21 de diciembre de 2017. Pero políticamente ya era un muerto viviente por la aceptación tan dócil como inexplicable de aquel 155, que asumía sin resistencia la suspensión del Gobierno, el cierre del Parlamento y una convocatoria electoral democráticamente ilegítima. Para entendernos: vimos a la gente vapuleada el 1-O, pero no vimos a los diputados independentistas resistiendo en el Parlament y saliendo esposados por la Guardia Civil.
La violenta victoria del Estado y la estúpida derrota autoinfligida –que ha acabado en un humillante regreso al autonomismo puro y duro– no es sólo que se expresen en la fragmentación de miradas sobre qué pasó el 1-O, sino que es la misma fragmentación de interpretaciones la que violenta la experiencia pasada, la violenta la experiencia pasada. ¿El 1-O fue una victoria épica? ¿Fue resultado de un maquiavélico autoengaño colectivo? ¿Tiene un gran valor político sobre el que se pueden reedificar nuevos embates? ¿Es necesario ordenar el 1-O en el cajón de las derrotas? ¿Hay que celebrarlo o debemos llorarlo? ¿Ya hemos expiado las culpas o todavía hay cuentas por ajustar? ¿Ya hemos dado suficientes satisfacciones a los adversarios, o aún debemos seguir ofreciéndolos gratis, ante sus propias narices, con muestras de ensañamiento entre nosotros mismos?
Desde mi punto de vista, la reconstrucción de la unidad popular de acción para volver a la lucha y reanudar el desafío al Estado –la misma unidad que forzó a los agónicos acuerdos políticos del 9 de noviembre de 2014, del Juntos por el Sí de 2010 sentidas, que dividen el independentismo. Y dependerá de saber rehacer una memoria compartida libre de reproches y ajustes de cuentas que empuje al presente hacia un nuevo futuro. Y esto exige la reaparición de pequeños movimientos e iniciativas innovadoras, propositivas, sin acritudes, que vuelvan a hacer rodar la bola de nieve como ocurrió en la primera mitad de siglo. Porque es desde la acción –reflexiva, por supuesto– que se puede reanudar ese deseo de catalanidad que lleva inexorablemente a la voluntad de emancipación nacional.
Carles Porta, en la actual temporada de Crímenes, afirma que "la verdad no prescribe nunca". Debemos confiar en ello. Quizás algún día sabremos toda la verdad, y será en esta verdad completa que el independentismo podrá superar la fragmentación de interpretaciones que le han llevado a perder la confianza en sí mismo.