Una película que lucha contra los estereotipos trans y abraza la universalidad

“Estoy harta de que me cojan para ser trans, que me reduzcan a ser trans”, se lamenta Rafi, Raphäelle Pérez, en un momento de Mi vacío y yo, segundo capítulo del díptico, junto con Sedimentos (2019), con el que Adrián Silvestre nos presenta con una claridad meridiana y penetrante los anhelos de un grupo de mujeres trans, basculando entre la ficción y la realidad, la experiencia individual y la colectiva.

Este proyecto dual ya es significativo por el tejido creativo que hay detrás de las dos películas: la iniciativa I-vaginarium, dedicada a las diversas dimensiones de la salud de las mujeres transexuales y la compañía de teatro La Conquesta del Pol Sud, que llevó a los escenarios la historia de Rafi en Raphäelle. Pero también es importante sobre todo por su lucidez narrativa, sin temor a tumbar estereotipos ni de mostrar contradicciones, sobre una realidad que, poco a poco, parece que encuentra su lugar en las creaciones fílmicas.

En el caso de Mi vacío y yo, Pérez, con la ayuda en el guion de Silvestre y Carlos Marqués-Marcet, nos propone seguir su vida autoficcionada en un recorrido de autoconocimiento que nos habla de un caso individual para abrazar emociones universales. Desde las frustraciones sexuales y sentimentales que sufre hasta llegar al final de un camino que es a la vez el inicio de un nuevo viaje, ella es, y con razón, la estrella de la función. A través de una puesta en escena de un naturalismo cristalino, Silvestre consigue mostrarla como si fuera un personaje rohmeriano bajo el signo de Judy Garland, porque Rafi conmueve como mujer en busca de sí misma y del amor, enamorada al mismo tiempo del espectáculo. Una diva próxima y sobrecogedora, ligera y profunda.