Rubens, Van Gogh o Cézanne: 200 años de un museo que cuenta la historia de un continente
La National Gallery de Londres celebra el segundo centenario de su fundación. Les proponemos un recorrido por sus salas, con obras que abarcan desde finales del siglo XIII hasta principios del siglo XX
Londres¿Cuánto tiempo –según, minutos, horas– es necesario para contemplar un cuadro? ¿Cuánto por recorrer un museo? ¿Existe algún patrón a seguir, en función de su fondo y sus dimensiones, más allá de los intereses del visitante? Un personaje de ficción del escritor austríaco Thomas Bernhard, de nombre Reger (Maestros antiguos. Comedia, 1985), musicólogo de fama internacional y crítico del diario The Times, hombre que ya ha superado la barrera de los 80 años, se ha pasado 36 yendo en días alternos en el Museo de Historia del Arte de Viena. Y durante no menos de entre cuatro y cinco horas se ha sentado en el mismo banco, frente al cuadro El hombre de la barba blanca, de Tintoretto. Incluso ha contado con la complicidad del guarda de la sala Bordone, un tal Irrsigler, que le ha hecho casi de confidente en todo este tiempo, y que le ha reservado el espacio para evitar que otros visitantes se siguieran y así él pudiera disfrutarlo o, sencillamente, pudiera meditar en un lugar privilegiado. ¿Qué ha descubierto el taciturno protagonista?
Reger tiene una relación ambivalente con el art. Si bien se pasa un montón de horas contemplando la pintura de Tintoretto, más que una apreciación de la obra lo que hace es un ritual de resistencia contra la desesperación que le afecta, acentuada por la pérdida de su mujer, Iris, cuyo recuerdo empapa su vida.
¿Pero qué hace, Reger, exactamente? ¿Y Bernhard? El lector quizá deduce que quiere hacer una crítica de los grandes maestros de la pintura y la forma en que la sociedad les venera sin cuestionar su verdadero valor, o el uso emocional, estético, intelectual que puede extraerse. El libro, el penúltimo del escritor, recoge los grandes temas que le obsesionaban: la soledad, la muerte, la cultura, su país. Con su aventura interior, narrada por otro personaje, Atzbacher, amigo de Reger, el musicólogo pone de manifiesto que la idea de la perfección absoluta de una obra de arte es difícilmente llevadera. Y si dedica años y cerraduras a observarla es para descubrir sus imperfecciones. En los momentos decisivos, el arte le decepciona; necesita el contacto humano una vez perdida su mujer. Todo ello exuda pesimismo.
¿Quizá Reger es también víctima de una excesiva interpretación intelectual del hecho artístico?
¿Es así como debe entrarse en un museo? ¿Cómo mirar un cuadro? ¿Existe una manera determinada, correcta, de hacerlo? ¿Cómo entramos hoy en día la mayoría de los visitantes de cualquier museo?
Siete siglos de historia
Pongamos el ejemplo de un museo de pintura. La National Gallery de Londres, en Trafalgar Square, en el centro de la ciudad. La institución celebra, desde el 10 de mayo y durante el resto del año, el segundo centenario de su fundación. La pinacoteca cuenta con unas 2.500 obras. A modo de comparación, el Museo del Prado, que también incluye escultura, tiene 8.000: uno es de origen civil, el inglés; el otro nace y crece en torno a los tesoros de la casa de los Habsburgo y de los Borbones. La National Gallery abarca desde finales del siglo XIII hasta principios del siglo XX; desde la Italia de Cimabue –pintor florentino– hasta la Francia de los primeros años de la década de 1900 y 1910, con obras maestras modernistas como Las grandes bañistas de Paul Cézanne. Entre estos dos puntos es posible trazar una narración cultural común que se extiende por Países Bajos, España, Reino Unido y Alemania. Rubens habla con Ticiano; Turner con Claude; Cézanne con Poussin; el Greco con Velázquez, pero también con Picasso; Zurbarán con Goya. Diálogos sutiles pero evidentes. Recorrer las salas de la National Gallery es acercarse a otro tiempo: el paseo por la historia de la cultura, la iconografía, la religión y la religiosidad, la política y los valores sociales y morales del continente a lo largo de los siglos representados. Paradójicamente, en el país del Brexit, el corazón de Londres no puede ser más centralmente europeo; un recordatorio de que existen amputaciones traumáticas ya la vez imposibles. Es también, claro o sobre todo, un paseo para dejar deslumbrar a los ojos, para fortalecer los sentidos y los sentimientos. Para apaciguar angustias, que quedan en el exterior.
Entre otros, teniendo como referente la peripecia del personaje de Bernhard, este cronista ha visitado en semanas anteriores –finales de abril y primeros de mayo–, sobre todo pero no sólo, las salas 9, 12, 21, 26, 28 , 29, 43 y 44 de la National Gallery. Pero sin el afán casi destructivo de Reger, ni el tiempo ni la voluntad. Y más que como una autointrospección, el ejercicio ha consistido en la observación de los visitantes. Qué buscaban, da igual. Cuando salen, los ojos tienen otra mirada.
En diferentes entradas de sus diarios, en algunos cuentos, essays y también en algunas de las novelas, Virginia Woolf, una muy habitual visitante de la National Gallery, y de la National Portrait Gallery –“dos edificios sobre el mismo promontorio de pavimento, bañados por la misma marea incesante (Pictures and portraits, 1920, The essays of Virginia Woolf, v. Three, p. 165)”–, se interroga sobre cuestiones similares. ¿Qué hace, qué busca, frente a esas obras de arte? Desarrolla monólogos interiores –como alguno en concreto de Las ondas (1931), por ejemplo– en la que los personajes capturan sus sensaciones y percepciones profundas y fragmentadas mientras interactúan con los cuadros que ven –están en una sala con pinturas de Ticián– y el mundo que les rodea. La pintura, el arte como espoleta.
¿Contemplación o reflexión?
Las visitas de este corresponsal a las citadas salas de la National Gallery han servido para comentar como pregunta poco menos que retórica si es cierta la afirmación que hacía Walter Benjamin en un famoso texto, La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica (1936): “El cuadro invita al espectador a la contemplación; antes de que el espectador pueda abandonarse a sus asociaciones”, digamos, ¿más intelectuales? Benjamin planteó un ensayo muy político en el contexto del auge del nazismo.
Pretendía captar cómo con la fotografía y el cine, el arte –la pintura– perdía su “aura”; lo llamaba así el filósofo alemán, definida por “una presencia en el tiempo y el espacio, su existencia única en el lugar donde se encuentra”. En resumen, su temporalidad, empapada también del material con el que se produjo. Pero esta vertiente, que para el alemán tiene grandes implicaciones, se aleja del propósito de la visita al museo.
Mucho mejor, por tanto, recuperar a Virginia Woolf cuando escribe, en el mismo essay antes comentado, en relación con la impresión que le provoca la National Gallery: “El silencio está vacío y vasto como el de una cúpula de la catedral. Tras la primera conmoción y escalofrío, los acostumbrados a tratar las palabras buscan los cuadros con el menor lenguaje sobre ellos –lienzos taciturnos y congelados como esmeralda o aguamarina–, paisajes vacíos de piedras transparentes, laderas de colinas verdes, cielos en los que las nubes son eternamente en paz. Lavamos de color los techos de nuestros ojos; zambullémonos hasta que la profundidad de los mares se cierren por encima de nuestras cabezas. Que estas sensaciones no son estéticas se hace evidente bastante pronto, porque después de una larga mirada muda, la misma pintura de la tela empieza a destilarse en palabras”.
Un siglo después de esta reflexión de la autora deAl faro, la impresión es la misma en el momento de acceder al museo cualquier día de este 2024.
Fuera, en Trafalgar Square, con Nelson como testigo mudo, el ruido de gente, de coches, de músicos callejeros , de vendedores de todo tipo de productos materiales e inmateriales, es abrumador. Marea como sólo lo hacen las grandes ciudades que están vivas y que ahogan. Pero de manera mágica, en el interior de algunas de las salas del edificio todo esto se desvanece, se olvida, hasta el punto de que el recorrido por la cultura, la historia, el arte y la civilización concentran no sólo es bien posible sino que es inevitable.
Pero como todos los grandes museos del mundo, la National Gallery también muere de éxito; y algunos de sus más ilustres nombres se han convertido en "valor de exhibición" y no de "culto", volviendo a Benjamin, sin que este comentario quiera ser elitista. Los museos deben estar llenos de escuelas, y llenos de personas, aunque caminen por las salas a la velocidad a la que harían el trayecto entre la Venecia de Canaletto (s. XVIII) y el París de Henri Matisse (s .Cx) para cubrirlo en un par o tres horas.
En la sala 43 la multitud puede ser un poco demasiado. Si quieren verla con un mínimo de condiciones, lo mejor es recorrerla un lunes, justo a la hora que se abren las puertas: a las 10.00 h de la mañana. Cualquier otro día, y sobre todo más tarde, es imposible permanecer parado frente aLos girasoles (1888) o La silla (1888) de Van Gogh, aunque sea para darse cuenta de que, efectivamente, son unos girasoles y una silla de cáñamo. Parafraseando el texto de Benjamin antes mencionado –La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica–, Van Gogh se ha convertido ya en “valor de selfie”, ni siquiera en “valor de exhibición”. Pero el fenómeno, inevitable, puede ser la lógica consecuencia en el siglo XXI de lo que decía el filósofo sobre la reproductividad de las obras de arte en 1936: el arte se ha democratizado. En resumidas cuentas, si al salir del museo te puedes llevar la silla en versión de feria, literalmente, o los girasoles en formato de postal, de taza o de bolsa de tela o vistiéndolos como camiseta, ¿por qué no dentro del móvil?
En la sala de al lado, la 44, siempre dentro del sector este del edificio, en el segundo piso, en un rincón, sin el arrebato de clics y teléfonos inteligentes que despierta Van Gogh, se puede ver una obra maravillosa, tanto por la sencillez final como por la complejidad técnica que el autor tuvo que utilizar para finalizarla: Baño en la Grenouillère (1869), de Claude Monet. Al cabo de unos minutos palplantado frente a la obra, las aguas del Sena que el artista ha fijado para siempre invitan a zambullirse, como apuntaba Virginia Woolf en otro contexto. Contienen tanta verdad como una foto. Verdad distinta y ya inmortal, igual de válida y subjetiva.
Dejar el área del edificio donde están los cuadros de Van Gogh es dejar atrás a buena parte de la gente que visita el museo: el año pasado, 3,1 millones de personas. El recorrido elegido hacia el ala oeste de la National Gallery permite realizar dos paradas inicialmente no previstas pero que son tremendamente gratificantes: la sala 36 y la 38, por este orden en el paseo de este a oeste. En la primera, Claudi de Lorena y Turner. Cuelgan 4 obras:El molino y Puerto con el embarque de la reina de Saba, del primero; y Dido construyendo Cartago y La salida del sol a través de la niebla, del segundo. Turner dio a la National Gallery sus dos obras a condición de que se colgaran junto a las del maestro francés.
Constable y Austen
Para quedar boquiabierto no es necesaria ninguna otra información adicional. Nada más parar delante y dejarse envolver por el círculo mágico de la gran sala octogonal del museo. Pero saber que Claudio de Lorena ejerció una gran influencia en la Inglaterra del XVIII, que no sólo afectó a la pintura y al coleccionismo, sino también a la manera de ver el paisaje real y la construcción de jardines, permite recorrer la línea puntos que une el continente con las islas. En otras palabras, darse cuenta de la permeabilidad de la cultura. Prueba de ello son las obras de John Constable (1736-1837), uno de los preferidos de este cronista. Pero también se podría decir lo mismo del San Miguel triunfante sobre el demonio (1468), del cordobés Bartolomé Bermejo, que más bien parece un san Jorge en lucha contra el dragón-diablo, que tiene aspecto robótico, como de dibujo de Moebius.
En otro recorrido alternativo al propuesto pueden plantarse, sólo, o además, en la sala 34 –una de las dos más grandes de la National Gallery–, donde encontrarán más Turner y Constable. El carro de heno (1821), de este segundo, es la quinta esencia de la idealización del campo inglés, una pequeña joya que convive prácticamente en el tiempo con una novela como Cordura y sentimiento, de Jane Austen. La sala tiene bancos suficientes para permanecer allí rato, y no se me ocurre mejor sitio en el centro de Londres para leer Austen. Como si se hiciera en el Allenham Court uno de los escenarios de la historia, en Devon, que también contribuyó a la perpetuación de un ideal romántico que se veía amenazado por la Revolución Industrial.
El recorrido por un espacio de historia y arte como es la National Gallery debería ser también una pequeña aventura y que el visitante se dejara llevar por los impulsos. No hace falta verlo todo; no hace falta que todo te guste. Van Gogh te puede dejar frío y Constable o Turner te pueden emocionar; o al revés. El encontronazo con Turner, Claudi de Lorena y Constable me ha desviado de las salas 9, 12, 21, 26, 28 y 29; incluso me ha hecho pasar por alto la 38, llena de imágenes de Venecia de Canaletto. Pero da igual.
¿Qué encontrarían? En la 9, La Virgen de las rocas, de Leonardo; a la 12, Retrato del papa Julio II (1511), de Rafael, una obra canónica, imitada y copiada infinidad a veces en siglos posteriores; y Los embajadores y otro retrato, ahora de Erasmo, ambos de Hans Holbein el Jove. Los embajadores provoca actitudes extrañas entre los visitantes, que buscan la carabela distorsionada en el suelo de la pintura, entre los diplomáticos. De cara, parece una mancha helicoidal; de la esquina derecha, la carabela se revela en todo su misterio: parece un efecto llamativo, pero no lo será. Clickbait del siglo XXI? Los flamencos Anthony van Dick o Jan van Eyck, con el enigmático El matrimonio Arnolfini, son otros de los nombres con los que el pasavolante se cruza.
En las salas de la National Gallery sólo cuelgan 21 cuadros pintados por mujeres. La colección, obviamente, es fruto de su tiempo. También el edificio, con una fachada en la que el historiador de la arquitectura John Summerson vio “un reloj y jarrones sobre una chimenea”. Una alusión doméstica. El visitante podría recorrer siglos de historia sin salir de casa.