Homenatge espontáneo ciudadano a la Rambla de Barcelona, los días posteriores al atentado del 17-A
28/05/2021
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La sentencia del juicio por los atentados yihadistas en Barcelona y Cambrils del 17 de agosto de 2017, con penas incluso más duras de las que había pedido la Fiscalía, no acabará aun así de permitir que la sociedad catalana pase página de una tragedia que la impactó profundamente, tanto por la brutalidad de los asesinatos como por su autoría (un grupo de jóvenes catalanes de origen magribí aparentemente muy integrados). La sentencia, bien documentada, precisa y exhaustiva –tiene 1.000 folios de extensión–, a pesar de que por primera vez establece el número total de víctimas –que sube a más de 300 entre los diferentes escenarios (además de Barcelona y Cambrils, también Alcanar)–, las califica como "las grandes olvidadas" e indemniza a algunas, ha dejado insatisfechas a muchas, que ya han anunciado a través de sus representantes legales que recurrirán la decisión del tribunal.

El 17-A difícilmente se borrará de la memoria colectiva. Es de esos acontecimientos sobre los que casi todo el mundo recuerda cómo lo vivió y cómo lo lloró. El choque ciudadano todavía provoca escalofríos en todos los escenarios mencionados, y también en Ripoll, de donde provenían los chicos radicalizados. Se hace muy difícil encontrar explicaciones racionales en unos hechos tan extremos. La oleada de atentados en Europa parece que ya ha pasado, y debe de tener algo que ver en ello la actuación policial, pero no está claro que hayamos entendido ese azote terrorista ni que hayamos conjurado todos los demonios. Hay demasiadas respuestas pendientes. El juicio, en este sentido, es importante, no solo para definir culpabilidades e imponer penas, sino también para abastecer de datos, hechos y explicaciones que nos ayuden colectivamente a respondernos todos los interrogantes: el qué, el cómo y, claro, el siempre difícil porqué. Y esto vale sobre todo para los ciudadanos que sufrieron las consecuencias más directamente y para los que lo vivieron más de cerca, pero también para el conjunto de la sociedad. Y en este sentido es donde la sentencia hecha pública ayer deja lagunas. En especial, alrededor de la figura del imán Es-Satty, al que sí se atribuye la responsabilidad de la radicalización de los chicos que cometieron esa barbaridad, que, por lo tanto, no se habrían en ningún caso introducido solos en este mundo. En cambio, sin embargo, la sentencia pasa del todo de largo sobre la posible vinculación del imán con los servicios secretos españoles, el CNI, que lo visitaron cuando estaba en la prisión. ¿Tuvo alguna responsabilidad o negligencia el Estado alrededor de la figura de Es-Satty? Hasta que no se aclare una cuestión tan delicada como esta, difícilmente nos podremos dar por satisfechos sobre un acontecimiento que atacó el corazón de nuestra preciada convivencia colectiva. Los recursos que presentarán las víctimas mantendrán viva, pues, la polémica y el triste recuerdo alrededor de un fanatismo criminal que está a las antípodas de la imprescindible tolerancia con las diferencias propia de una sociedad democrática y moderna como la catalana. Sea como sea, el espíritu ciudadano de solidaridad que siguió a los atentados es lo que nunca tendríamos que olvidar.

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